En diciembre de 1941 Brisbane, una ciudad australiana de provincias de lo más anodino, estaba viviendo el acontecimiento más emocionante desde su fundación: un pánico de invasión. Si los japoneses no podían ser detenidos en Malasia, Indonesia o islas adyacentes –y el resultado hasta el momento de esos partidos parecía indicar que estaba crudo que fueran a serlo–, Australia podía convertirse, muy fácilmente, en la primera isla de cierto tamaño habitada por anglosajones en ser invadida desde los tiempos de la bayoneta de cubo.