lunes, 22 de marzo de 2010

Nuestro hombre en La Coruña (y II):

Muerte de un funambulista


Escondido en el convento de Santo Domingo, Filangieri pasó la noche del 30 de mayo de 1808, el muy ilustrado hideputa, rezando con recién redescubierto fervor. Difícil saber si lo que más le inquietaba era el papelón de haber perdido el mando de su incumbencia, o el que desde la ciudad, en manos de la anarquía, no llegase apenas ruido de anarquía. Lo que seguro que le pedía al niño Jesús era que no le viniesen a buscar.


Lo del Navarra no era como para presumir de patriota y, aunque probablemente no lo sabía en ese momento, por mucho menos de lo suyo tipos mucho más españoles que él –y con menos sobrinos oficiales del Estado Mayor de José I y hermanos ilustrados– habían acabado colgados de sus propias tripas. Solano en Cádiz, por ejemplo, por un querer esperar unas horas para irse a por los gabachos. No lo sabía, pero se lo olía.
Por eso debió quedarse a cuadros cuando a la mañana del 31 se le presenta su segundo, Antonio Alcedo –otro ilustrado, ecuatoriano de nación y botánico en sus ratos libres–, y le comenta que mientras él redescubría la religión los notables de la ciudad habían formado una Junta que se había declarado soberana y en guerra contra los franceses. Y a mí que me cuenta este mascalzone, debió pensar; pero lo mejor estaba por venir. La Junta no sólo no le había quemado en efigie, le había nombrado Presidente como Capitán General que era.
Le costó convencerlo de que iba en serio, pero Alcedo consiguió que aceptase y saliese del convento. Eso sí, los primeros días estuvo “indispuesto”, –del susto que llevaba el cuerpo, suponemos–, y fue Alcedo el que se encargó de despachar los negocios. Lo que debió de ser digno de verse fue la foto oficial de la Junta con Filangieri, –al que todavía le entraban temblores al oír la palabra Navarra–, de presidente y, lo que era todavía mejor, Biedma, –con un apósito en la cabeza por la brecha de la pedrada–, como encargado de los asuntos administrativos.
Como se lo tomaron Murat y su sobrino, que iba de azul, no ha quedado para la historia. Cómo pensaba explicarlo, tampoco. Pero hubiera sido digno de escucharse.
A principios de junio de 1808 de 16 Capitanes Generales, 3 habían muerto, 3 habían sido destituidos y 2 más a parte de Filangieri se habían visto obligados a sublevarse a la fuerza ante la alternativa de unirse a alguna de las dos primeras categorías, especialmente la primera. Atrapados entre un gobierno descabezado que no les había dejado instrucciones, divorciados de las élites locales, –especialmente sus propios oficiales–, por su condición de hombres de Godoy, y encerrados con una turba fanatizada que no sabía si odiaba más a Godoy o a los franceses, los Capitanes Generales, y todo el que tenía alguna responsabilidad, tuvieron que caminar por un alambre muy fino para no acabar, de cabeza, en la primera categoría.
Filangieri se había salvado de acabar en ella gracias a su discreta aunque poco elegante salida de escena el día 30. Que la turba que había ido a buscarle quería sangre se ve en que, a falta de nada mejor, –los pocos franceses que había fueron recluidos en uno de los fuertes de la ciudad para salvarlos de la turba–, cuando asaltaron el arsenal casi linchan al pobre Comisario del mismo, un español, tomándole por responsable de la fabricación de las famosas esposas (que por otra parte no aparecieron por ningún lado).
Más extraño fue que no cayese en la segunda. Después de dejarse el cargo por el suelo en su huída, fueron los propios conjurados los que se lo devolvieron. Lo que demuestra que los gallegos han sido siempre gente de orden, especialmente los señoritos que habían organizado la conjura y que, como revolucionarios primerizos, tampoco tenían muy claro qué hacer.
Pero, eso sí, lo que le devolvieron fue el cargo, no la autoridad. El Capitán General era la máxima autoridad en su territorio, sólo por debajo del soberano. Ahora que la Junta se había declarado soberana, quedaba subordinado a ella. A la Junta le interesaba mantener las formas, la apariencia de normal funcionamiento de las antiguas instituciones, porque, sobre todo, le interesaba mantener la disciplina. El movimiento podía ser patriótico, pero las algaradas populares se pueden salir de madre y degenerar, como lo hicieron en otras ciudades, en un movimiento antiseñorial antes de que te des cuenta. Había mucha mala leche acumulada que no se había dejado salir.
Sin linchamientos, ni siquiera de franceses, lo más que la Junta permitió en materia de expansiones fue que, durante un día, todo el que quisiese pudiera acercarse al lugar donde se reunía y expresase sus quejas y opiniones. Después cerraron las puertas y se aplicaron a dirigir el reino como se había hecho toda la vida, esperando que el pueblo, que ni era ilustrado ni le habían hecho favores en mucho tiempo, recuperase el hábito de obedecer a sus autoridades e hiciera lo que le mandaban. No caería esa breva.


En las Termópilas del Bierzo
La primera tarea que le encomendaron a Filangieri como comandante militar del Reino de Galicia fue la organización de un ejército. No era un von Steuben, pero tenía su oficio, y piezas para armar un conjunto pasable.
A diferencia de Cuesta, el más caracterizado ejemplo de los obligados a sublevarse, que sin unidades regulares en su territorio tenía que conformarse con llamar ejército a las hordas de voluntarios que su Junta le endosaba sin que supiesen apenas cual de los dos lados del fusil es el peligroso, Filangieri tenía uno, y de veteranos.
La palabra veterano puede ser engañosa en este contexto. Un soldado veterano español en 1808 era un regular que llevaba tiempo alistado y estaba instruido. Pero a menos que hubiese estado en América recientemente, –la invasión de Portugal fue incruenta–, difícilmente habría oído un tiro en serio.
Pero al menos sabían cual de los dos lados del fusil era el bueno, que ya era algo, y, además, venían más en camino. El 6 de junio el general Belesta, al mando de la división española en Oporto, recibió noticia desde Coruña del alzamiento. Las tropas de ocupación del Norte de Portugal las mandaba el general francés Quesnel pero como las únicas tropas de ocupación allí eran los 6.000 españoles de Belesta, no había que ser muy listo para darse cuenta de que la misión principal de Quesnel era tenerlos controlados.
Mientras este esperaba la orden de Junot de desarmar a los españoles, Belesta lo consultó con los suyos, se puso de punta en blanco, se fue a visitarlo, lo desarmó y se lo llevó prisionero –a él y a los 70 dragones de su escolta–, cruzando el Miño el 10-11 de junio para reunirse con el ejército que Filangieri estaba concentrando en Lugo después de salir de Coruña apremiado por una opinión pública que no dejaba de pedir como histérica que el Ejército les defendiese de las hordas francesas que, se rumoreaba, avanzaban sobre Galicia.


"Hola buenas, dese preso mesié Quesnel".
"¡Oh mondié, senepá posiblé!".
Desarmador desarmado, Oporto, 6 de junio de 1808.
(Grabado de Miranda, en la Historia... de Principe).

En realidad los franceses estaban ocupados en Castilla, atendiendo a tanto incendio como les había salido, pero si la Junta había tenido que ceder, Filangieri, con su historial sólo podía obedecer. Y que pareciera que le gustaba.
Al igual que la de Cuesta su Junta había decretado una leva en masa. Y, por primera –y única– vez en la España moderna la gente corría a alistarse. Esto de la nación en armas requiere cierta matización. Si los datos de García Fuertes sobre las levas de primera hora en León se pueden extrapolar, un 12% de los efectivos fueron reclutados a la fuerza, y un 53% esperó en su casa a que los llamasen como quintos o conscriptos. Como siempre, el ardor patriótico es general, pero la disposición a llevarlo a la práctica suele ser más exclusivo.
Eso sí, un 35% fue voluntario de los buenos, y el que ese 53% de conscriptos no desertase en masa como solía pasar en el Antiguo Régimen demuestra que, en conjunto, aquellos tipos eran entusiastas y, al menos hasta que tuvieron que marchar semidesnudos y desnutridos por Castilla para que el mejor ejército de Europa practicase puntería con ellos, se podía contar a carta cabal con su deseo de matar franceses. Pero aún había que darles armas, equipo y enseñarles a usar ambos.
Filangieri era de la vieja escuela, la de la táctica prusiana de toda la vida, sota, caballo y rey, y creía que hacía falta mucho tiempo para convertir a un palurdo en un soldado por muchas ganas de matar franceses que tuviese. Vivía en la romántica noción de que la milicia era una profesión honesta y desapasionada, de caballeros.
No estaba en contra de reforzar las unidades regulares con las levas, pero seguramente llamar ejército a un rebaño de paisanos al que lo único que se había hecho era repartirles fusiles como había tenido que hacer Cuesta en Castilla y León era de las cosas que le daban sudores fríos. Más teniendo en cuenta lo del día 30.
No, no le caían bien los voluntarios entusiastas que para su gusto traían demasiado entusiasmo y poca disciplina a una ocupación que se basaba en la disciplina, y el sentimiento era mutuo. Desgraciadamente llevaba las de perder, porque estaba viviendo, precisamente, el ocaso del soldado profesional y el comienzo de la era del ciudadano soldado de los ejércitos de masas.
Y aunque le hubiese tocado mandar un ejército revolucionario, la verdad era que no necesitaba tanta gente como se le iba presentando a pares o por docenas desde toda Galicia preguntando cuando nos dan los fusiles, que lo único que hacían era alborotar y complicarle una logística que ya era inexistente. Las guarniciones gallegas más la división de Belesta sumaban unos 18.000 hombres, y el ejército que Blake llevó a Medina de Rioseco, que, esencialmente, era el que Filangieri sacó de Lugo a mediados de junio, contaba unos 24.900, de modo que, leva o no, el Ejército de Galicia era mayoritariamente de profesionales de preguerra.
Con esa fuerza estaba en buena situación para defender, ayudado por la orografía, los accesos a Galicia. El más directo de los dos era el que seguía el Camino Real a Madrid, que tras dejar atrás Astorga cruzaba los montes de León por el Bierzo camino a Lugo. Los dos únicos accesos al Bierzo desde la meseta eran los puertos de Manzanal y Foncebadón.
Manzanal, unos 1000 metros de altura, era fácil de defender. La Romana, que lo cruzó medio año más tarde, dijo que desde él “con dos piezas de artillería y un batallón de infantería puede contenerse el más numeroso ejército”. Fuencebadón, 1500 metros, casi acaba con el ejército de Moore cuando intentó cruzarlo en pleno invierno.
O sea, una especie de Termópilas del Bierzo, y Filangieri, con más mili a sus espaldas que el tahalí del machete de Eloy Gonzalo, incluida una campaña de montaña contra los ejércitos de la Convención en el Baztan, sugirió lo que probablemente era la mejor idea militar que se podía tener dados los medios y las circunstancias.
Atrincherarse en los pasos y esperar. Por ejemplo a la ayuda inglesa en armas y pertrechos, y aprovechar para adiestrar a su ejército. No solo enseñar a los voluntarios a cargar un fusil y cual de sus dos lados era el peligroso, también, y esto era más importante, enseñar a todos a maniobrar juntos como regimientos y divisiones, que era algo que ni siquiera los veteranos sabían hacer porque rara vez en tiempo de paz, –gracias a la falta crónica de dinero y unas plantillas crónicamente raquíticas–, se reunían suficientes hombres como para hacer maniobras por encima del nivel de batallón. Del hecho de que en los últimos diez años había habido varios manuales tácticos y que básicamente cada coronel decidía según cual se guiaba su regimiento, mejor ni hablar.
A nadie extrañe que, en esas condiciones, la Junta, –de la que formaban parte un buen número de militares profesionales no precisamente incompetentes–, le recomendase a su sustituto, Blake, que si tenía que trabar batalla, se dejase de florituras y lanzase a los chicos a la bayoneta a la primera oportunidad. O sea, el tan castizo patapún parriba. A brutos, confiaban, no habría quien nos ganase.
El problema es que se iban a enfrentar a los, invictos hasta el momento, campeones de Europa de florituras. En Bailen perdieron, vale, pero un mal día lo tiene cualquiera y el fuerte de Blake nunca fue la suerte. Pero esa es otra historia.
Incluso con su puñado de reclutas y chusqueros, sin caballería y con menos artillería que un Cuerpo francés en buena forma, en Manzanal podía darle a algún francés confiado una buena sorpresa. Y, teniendo que retirarse de allí por una de las comarcas menos pobladas y más agrestes del país, después de haberla asolado en el camino de ida, a nada que Cuesta anduviese un poco fino e hiciese de Redding, podían, en un día de suerte, darle otro Bailén al pobre gabacho que le tocase la papeleta.
La idea no era mala, incluso sin Bailén. Y la composición de su Ejército no era muy diferente a la del de Castaños y Redding. Pero Castaños había podido mandar a casa a la mayoría de los voluntarios, que le estorbaban más que otra cosa, y Filangieri no.


¡Traidor, traidor!
Filangieri no podía ni explicar abiertamente las crudas realidades de un ejército tras tres décadas de abandono. La gente no quería detenidas explicaciones, quería acción. El que no se la daba era un traidor. Lo de traidor estaba de moda. Y era como esa escena de La Vida de Brian de la lapidación por decir Jehová. La gente tiraba la piedra en cuanto oía la palabra prohibida, y tiraban a dar.
Castaños, que tuvo sus propios problemas con tanto enterado como quedaba en retaguardia “formando opinión”, lo explicó muy bien: “Traición ya no significa lo que antes: traidor es un General que no ataca cuando se le antoja a un soldado o a un cualquiera que está a doscientas leguas del enemigo, traidor si se retira el Ejército que va a ser envuelto; traición se dice si alguna vez falta pan al soldado; traición si el enemigo ataca, porque se supone ha sido avisado por el general en jefe para entregarle el Ejercito, y traidores todos los jefes si se pierde una acción (...) si se oponen, no apoyan al capricho de cualquiera que por malicia, enemistad o venganza levanta esta voz contra otro”.
Vamos, que este país se ha regido siempre por lo que una panda de enteraos, generalmente sin pajolera idea y a gran distancia del toro, conseguían que la masa de cabestros repitiese. En este caso, además, Filangieri, tenía todos los números. Incluso olvidándonos de que era italiano, de lo de su sobrino y de la firma de Godoy en su nombramiento.
Acababa de decir que mejor no atacar. Traidor. A sus regulares y a los voluntarios que se iban concentrando hacia el Bierzo, operando en otra comarca pobre y agreste, les faltaba pan y de casi todo. Traidor. El enemigo aún no había atacado, pero ya se murmuraba que el pollo sólo esperaba el momento de entregar ejército, reino y hasta las llaves de las casas. Traidor, traidor, traidor.
No necesitaba tener muchos enemigos, porque era un blanco fácil y la Junta, por falta de arrestos para acallar las murmuraciones, o simplemente pasar de ellas, volvió a ceder. La carta de despido le alcanzó en Villafranca del Bierzo, donde tenía su cuartel general, el día 20 de junio. Blake salió para Manzanal, donde estaban los puestos avanzados, con el ejército al día siguiente. Fabro, ahora ascendido a Brigadier, iba con él. Blake era de la opinión de que el plan de defenderse en los pasos era militarmente cojonudo, y Blake tenía fama de “táctico profundo”, pero no le dieron oportunidad de ponerlo en práctica.
Filangieri se quedó en Villafranca, solo y olvidado. La Junta le había ordenado volver a Coruña, a ocupar un puesto consultivo militar, o sea una sinecura, pero a este probablemente le daba ya todo igual. Ni él se explicaba como había llegado tan lejos, y estaba más que contento de quitarse de en medio. Galicia nunca le había gustado, “este lóbrego País, sin teatro, ni otra diversión, rodeado siempre de Montañas y nubarrones, y en donde he perdido también mi salud”, escribió en 1807. Y si ya le dejaban coger un barco y volver a su Nápoles natal a morirse tranquilo escribiendo sus memorias y cultivando su huerta seguramente le hubieran hecho el exCapitán General más feliz del mundo.
Pero los del Navarra no habían olvidado y aunque hay varias versiones la mayoría le atribuye a una banda de soldados borrachos del mismo capitaneados por un sargento el presentarse en Villafranca el día 24 ante la casa donde se alojaba y empezar a lanzar gritos de traidor.


Asesinato de Filangieri.
(Grabado de Miranda, en la Historia de Principe).

Filangieri, que seguramente se lo olía después del despido, intentó su maniobra más famosa y salió por una ventana pero en esta ocasión su sobrepeso le jugó una mala pasada, al ir a saltar una tapia cayó mal y perdió el conocimiento. Los del Navarra lo agarraron y lo llevaron a patadas hasta la casa del marqués local. Para cuando llegó allí ya estaba muerto a golpes. Después los asesinos se entretuvieron saqueando su casa, montando alboroto por el pueblo, –hasta el punto que los vecinos tuvieron que organizarse para expulsarlos–, y haciendo, en general, todas esas cosas que uno hace en un motín como dios manda.
Hubo muchas teorías, incluidas las de la conspiración, pero es poco probable que la Junta tuviese ninguna necesidad de eliminarlo. Él ya se había quitado de en medio y a sus años, y con la salud arruinada, no era un peligro para nadie. Filangieri no se cayó del alambre, lo empujaron de la escalera cuando ya se estaba bajando.






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Imagen de cabeza: Vista de la Plaza de la Harina y el Palacio de la Capitanía General de La Coruña. S. XIX (Grabado de La Opinión de La Coruña).
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Comentarios libremente inspirados en:



Canga Argüelles, José, Documentos pertenecientes a las observaciones sobre la Guerra de España, que escribe en inglés el teniente coronel Napier publicadas en Londres, en el año de 1830. Vol II. (Madrid: Imprenta D. Benito Calero, 1836
García Fuentes, Arsenio, "El Ejército Español en campaña en los comienzos de la Guerra de la Independencia, 1808-1809". En: Monte Buciero, nº 13. Santander 2008.
Gómez de Arteche, José, Guerra de la Independencia: Historia militar de España 1808-1814. Vols. I, II y III (Madrid: Imprenta del Crédito Comercial,1868).
Larriba, Elisabel, "La prensa, verdadera vocación de tres eclesiásticos a finales del Antiguo Régimen". En: Hispania Nova, nº 4, Barcelona 2009. Disponible online en: http://dialnet.unirioja.es/servlet/articulo?codigo=830074
Muñóz Maldonado, José, Historia política y militar de la Guerra de la Independencia de España contra Napoleón Bonaparte desde 1808 a 1814 escrita sobre los documentos auténticos del Gobierno (Madrid: Imprenta de D. José Palacios, 1833). Disponible online en:
http://descargas.cervantesvirtual.com/servlet/SirveObras/12260730886005982976624/030828.pdf
Principe, Miguel Agustín, Guerra de la Independencia. Narración Histórica de los sucesos de aquella época. Vol. II (Madrid: Imprenta del Siglo,1846). Disponible online en:
http://www.cervantesvirtual.com/servlet/SirveObras/09252844299161862232268/028333.pdf
Toreno, Conde de, Historia del levantamiento, guerra y revolución de España (Pamplona, Urgoiti Editores, 2008).




2 comentarios:

  1. Ja, que bueno, la eterna lucha entre el los piernas y los cazurros.

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  2. "Vamos, que este país se ha regido siempre por lo que una panda de enteraos, generalmente sin pajolera idea y gran distancia del toro, conseguían que la masa de cabestros repitiese"

    Uuuuuuuuhhhhh, qué poco orteguiano...

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