viernes, 31 de diciembre de 2010

Mi división favorita (II parte): Un invierno escocés



En el verano de 1940 la 51st Highland Division era en el ejército británico como esa hija casquivana de buena familia que ha cometido un desliz con el mozo de cuadra. Las demás divisiones que habían ido a Francia habían conseguido volver, en cachitos de diferentes tamaños, pero vuelto a fin de cuentas y, por exigencias obvias del guión, estaban siendo reconstruidas. Pero ciertos detalles habían complicado el caso de la 51st.


En primer lugar que no había tenido el decoro de dejarse aniquilar en Francia. Atrayendo sobre sí, y la familia, la vergüenza de haber sido la primera formación británica en capitular formalmente en aquella guerra. Y tampoco había tenido la delicadeza de dejarse capturar completa, no. Una de sus brigadas, la 154, había conseguido escapar relativamente entera por Le Havre y pululaba penando por el orden de batalla imperial mostrando a todos el patético resultado de la inconsciencia de su progenitora, triste condición que parecía exigir el decoro burocrático de volver a poner una división a su alrededor en un momento en que piezas de repuesto para divisiones, precisamente, no era algo que abundase.
Pero, por otra parte, estamos hablando de la 51st. La única división en llevar el título de Highland, la división escocesa por excelencia en la Gran Guerra, (y había habido 4 en esa guerra), una de las mejores unidades de choque del Imperio, con más mili que los calcetines de invierno del Gran Capitán. No se podía simplemente meter sus pendones en alcanfor y desear que tuviese más suerte en la próxima guerra. El discurso oficial del momento, después de todo, era que esto no ha sido nada, lucharemos en las playas y demás, venid de uno en uno y veréis, etcétera… Pero los discursos no podían hacer crecer la artillería, los cuarteles generales divisionales, o las unidades de servicios y apoyo, –ingenieros, transmisiones, sanidad… y sus caros y complejos equipos–, de los árboles, ni aunque fuesen pinos escoceses.
La solución al dilema de qué hacer con la 51st la dio una de las, habitualmente denostadas, decisiones del War Office. A decir verdad, descontando la cagada de prohibir el kilt, las decisiones del War Office durante los últimos años de paz resultaron notablemente acertadas en una proporción sorprendentemente alta, lo del kilt, por ejemplo, podía no ser tan mala idea considerando que se había inventado en una época en la que combatir era algo que normalmente se hacía de pie. Probad a sentaros en una trinchera medio inundada con una minifalda y lo entenderéis... pero nos estamos desviando.
Recordaréis que antes de estallar la guerra, a fin de expandir los efectivos del ejército, se había decretado una mitosis divisional de las divisiones territoriales. Bien, pues la gemela monocigótica que la 51st había dejado atrás al cargo de la defensa metropolitana de las Highlands al zarpar para Francia era la 9th (Highland) Division, que había heredado el numeral y las tradiciones de otra de las divisiones escocesas de la Gran Guerra, pero que, aunque ahora se hiciese llamar así, todo el mundo sabía que no era una auténtica división Highland. Durante la PGM la 9th apenas había pasado de Scottish. Sólo una de sus tres brigadas había sido de Highlanders, la otra era escocesa genérica, y la tercera, sudafricana, ni siquiera era del mismo continente.
A su favor tenía que no solo había sido la división (semi)escocesa más castigada de la Gran Guerra, –casi el doble de bajas que la 51st–, y había ganado una Victoria Cross más, también había tenido que dar cobijo a Winston Churchill cuando este había tenido que buscar refugio de la mierda que el ventilador de los Dardanellos estaba lanzando en todas direcciones.
Durante los primeros meses de 1916 Mr. Churchill, como comandante de un batallón de los Royal Scots, –regimiento de afeminado origen edimburgués por cierto–, había confraternizado con los lads, –había batallado denodadamente con intendencia para conseguirles calcetines secos a sus centinelas por ejemplo–, y había insistido en mandarlos personalmente en no menos de 36 golpes de mano a las trincheras enemigas y patrullas nocturnas por la tierra de nadie, viviendo entre ellos lo que, a grandes rasgos, podríamos considerar uno de los más exitosos tratamientos de la crisis de la mediana edad que se conozcan.


Enero de 1916. Churchill con sus lads.
Los oficiales, al menos.

Todos se lo habían pasado tan bien en aquel sector hasta entonces tranquilo que, cuando Winston abandonó a sus escoceses, –magníficos muchachos–, para volver a los terrenos mucho más mortíferos de la política estos le perdonaron sin rencores, quizás precisamente por hacerlo, su marcha justo a tiempo de perderse la ensalada de tiros del Somme, donde en 15 días la división sufriría, sin necesidad de ayudas externas, casi 8.000 bajas.
Pero ni todos esos sacrificios impidieron que en 1940, su propio comandante, Alan Cunningham, ofreciese sacrificar la identidad separada de su división deshaciendo el desdoblamiento anterior. Invitación que, –al parecer la pobre 9th no tenía tantos amigos en Facebook como la 51st–, le aceptaron inmediatamente. El 7 de agosto de 1940 se renumeró a sus brigadas como las originales de la 51st, –152, 153 y 154–, y de la 9th nunca más se supo. Y esa es la razón, puro, simple, –y fratricida–, canibalismo divisional, por la que sólo hubo tres divisiones escocesas en la Segunda Guerra Mundial.
Con todo, la 51st había tenido mucha suerte. Esas segundas oportunidades no se prodigaron precisamente. Ninguna otra unidad de tamaño división británica capturada durante la Segunda Guerra Mundial, y aún tenían que caer un par, sería reconstruida.


Mister Wimberley contra el War Office
La reconstrucción de una división de choque requería, naturalmente, algo más que el milagro de la multiplicación de las brigadas y divisiones. Durante su primer año de vida la (nueva) 51st (Highland) Division se dedicó a aquello para lo que, como división territorial, había sido creada 33 años antes: patrullar la costa de Escocia a la espera de una poco probable invasión noruega.
En esa situación difícilmente se la podría considerar una unidad combatiente. Y por el puesto que ocupó en la cola para ir recibiendo el poco material moderno que se iba consiguiendo está claro que el War Office era de la misma opinión. Con tiempo y una adecuada provisión de cacahuetes se puede conseguir que hasta un mono marque el paso, monte guardia y presente armas, pero las divisiones se inventaron en primer lugar, preguntádselo a Napo, para ejecutar de forma autosuficiente operaciones interarmas complejas cuyo éxito requiere que todas sus partes trabajen coordinadamente.
Con sus unidades desperdigadas por media Escocia cazando hipotéticos paracaidistas nazis o excavando trincheras en primera línea de playa era imposible que las diferentes unidades de la 51st aprendiesen a trabajar juntas, lo que creaba uno de esos círculos viciosos que tan bien conocen los parados de larga duración. Sin tenerla concentrada no había manera de preparar la división para ser una unidad de maniobra, y si no lo era tampoco había mucho motivo para darle equipo moderno, con poco equipo y menos adiestramiento el único trabajo disponible era la defensa estática.
El invierno del 40, de por sí ominoso y oscuro, no fue el mejor momento de la 51st, pero a sus hombres, –los territoriales de la 9th, los veteranos de la 154 repartidos entre ellos para encuadrarlos, y el lento goteo de supervivientes de la 51st original que se les iban uniendo tras evadirse y cruzar Europa en las más rocambolescas aventuras–, les quedó el consuelo de que, al menos, fue una guerra bastante cómoda. Si uno tenía suerte a su compañía o batería le tocaba guarnecer el tramo de costa más cercano a su casa, y los pases de pernocta eran de lo poco que no escaseaba.
Y entonces, como en una de esas películas, apareció un sargento chusquero para meterlos en cintura y convertirlos en una unidad de élite. Sólo que ellos no eran precisamente una panda de inadaptados y rebeldes, y el tipo que apareció era general de división.
Douglas Wimberley había nacido en Inverness, capital de las Highlands, y, si había un soldado escocés en el ejército británico, ese era él. Su regimiento eran los Cameron Highlanders, y su división durante la Primera Guerra Mundial, con la que había conseguido convertirse, con 21 años, en uno de los Comandantes más jóvenes del ejército, había sido la 51st. Wimberley estaba fieramente orgulloso de dos cosas, de su división, y de ser escocés. Cuando penetró en el cuartel general de la división el 7 de junio de 1941 estaba volviendo a casa, y si llegó a ver cansados los muros de la patria suya, peor para los muros, porque estaba decidido a convertirla otra vez en lo que él recordaba que era cuando la había dejado atrás en 1918, una división de choque de elite reputada en todo el ejercito.


Major-General Douglas Neil Wimberley,
un general escocés, si es que alguna vez hubo uno.
(Retrato de Ian GM Ealie
en Remembering Scotland at War)

Wimberley era de los que creía, honestamente, –las explicaciones biológicas estaban muy en boga en los años 40–, que la palabra clave en “división de choque de élite reputada en todo el ejército” era Highlander. Era de la innata inclinación marcial de los voluntarios Highlander de donde salía el brío y el empuje que habían distinguido a la división en la anterior guerra. Y esa sólo la encontraba uno entre los nativos de las tierras altas escocesas, o, como mal menor, entre los de las tierras bajas. Al sur de Newcastle lo único que podía encontrarse era decadencia blandurria y esnobismo tontorrón, excepción hecha, tal vez, de los London Scottish y otros regimientos de emigrantes similares.
Lamentablemente el estallido de la guerra había eliminado para siempre las distinciones entre voluntarios territoriales, –una especie en peligro de extinción de todos modos, los últimos ejemplares en libertad que quedaban eran los que había heredado de la 9th–, soldados profesionales y conscriptos. En adelante todos los hombres útiles serían reclutados y asignados a través de un único canal, el War Office, inglés y notablemente insensible a las particularidades regionales, con lo que lo más probable es que la mayoría de los reemplazos que recibiese en el futuro fuesen Sassenach o conscriptos, o ambos.
Pero Wimberley había hecho punto de honor el mantener la pureza racial de su división, y para conseguirlo estaba dispuesto a mentir, a ser ladrón, embustero o asesino. Comenzó por rechazar sistemáticamente a todo reemplazo nacido al sur del Tweed que tuvieran la desfachatez de enviarle, algo por lo que ya se había hecho famoso en la inmediata preguerra cuando mandaba uno de los batallones regulares de los Cameron. Y después, como su nuevo rango le permitía ampliar su campo de acción a todo el ejército, y tiempos desesperados piden medidas desesperadas, pasó a la ofensiva.
Desplegó todas las influencias que un general de división pudiera tener en busca de escoceses nativos, especialmente Highlanders, peinando el ejército para procurárselos activamente. De ser necesario, robándoselos descaradamente a otras unidades. Pronto amplió su expolio a unidades completas. Wimberley quería que todas las unidades de su división, hasta la sección de panadería, tuviesen el adecuado pedigrí Highland. Esto presentó otro tipo de dificultades, ya que el War Office no se sentía muy inclinado a alterar sus meticulosos esquemas para satisfacer la pulsión folclórica de un general escocés y, por ejemplo, no había visto la necesidad de formar batallones de ametralladoras escoceses, –pieza fundamental de la potencia de fuego de cualquier división de infantería.
Aún así Wimberley consiguió victorias memorables. Como cuando quisieron asignarle un regimiento antiaéreo inglés y protestó y le contestaron que la Real Artillería, señor mío, no reconocía lealtades tribales y volvió a protestar y, probablemente para librarse de semejante plaga egipcia, le replicaron que, de todos modos, era el jefe del AA Command quien tenía la última palabra sobre el destino de las unidades antiaéreas y que se lo explicase a él. Wimberley, ni corto ni perezoso, agarró el coche y se plantó en el cuartel general del pobre tipo, que resultó ser un irlandés que entendía perfectamente lo que era ser minoría étnica en el Ejército de Su Majestad y accedió, de mil amores, a asignarle un regimiento del TA formado en Inverness.


Wimberley al pie del cañón en África.

Sus desvelos, además de incontables noches de insomnio entre los burócratas del War Office, consiguieron que su división fuese, y se mantuviese, escocesa. Incluso a pesar de las terribles pérdidas que sufrirían en África y Sicilia para cuando Wimberley la dejó todavía el 70% del personal en sus batallones de infantería, y el 80% de todos los oficiales de la división eran escoceses nativos.
Porque Wimberley sabía que sólo una división escocesa podía lavar la afrenta de St. Valéry.


Viejos amigos que se reencuentran
Después de encargarse de lo de Highlander, pasó a hacerse cargo de lo de combate, choque y élite. Su receta era sencilla y ya conocida por los centuriones de Mario. Primero devolvería a sus hombres el orgullo de pertenecer a una división, haciéndoles llevar los uniformes más pulcros y las botas más lustradas del lugar. Después les haría sentirse orgullosos de pertenecer, en concreto, a la Highland Division.
Puede que el reglamento, –en una decisión que Wimberley había considerado, públicamente y por escrito, el mayor atentado contra la cultura escocesa desde la prohibición del tartán y las gaitas en 1746 tras la rebelión jacobita–, prohibiese llevar el kilt en combate, pero no decía nada de todas las demás ocasiones, que para una división en retaguardia eran prácticamente todas, y en las que animó a sus hombres a seguir llevándolo, así como un parche con el tartán distintivo de cada regimiento cosido en el uniforme de combate, debajo del parche de la división.
Afortunadamente el atuendo escocés tenía complementos de moda para marcar más tendencia que el Corte Inglés y Wimberley encontró la solución al problema de dar con una prenda que distinguiese a sus hombres y la burocracia inglesa no pudiese atacar en el Tam o’ Shanter, la tradicional, y estrictamente reglamentaria, boina escocesa cuyo uso en todo momento, que él predicó con el ejemplo, se volvió casi obligatorio.
Vestir a alguien de manera diferente a los demás y esperar que se esfuerce más que el resto para demostrar que es digno de esa distinción es un viejo truco. Y puede parecer infantil. Pero funciona una y otra vez.
Las maneras de Wimberley establecieron algo más que la apariencia de la división, crearon toda una idiosincrasia. A veces grotesca, como cuando en plena batalla de El Alamein un teniente coronel de la Black Watch se permitía rechazar los reemplazos que le enviaban por ser Lowlanders, –y eso que él venía de un barrio pijo de Londrés–, cuando su batallón se reducía a él, lo que quedaba de su plana y un puñado de supervivientes sin apenas oficiales que los mandasen, pero que siguió definiendo a la división incluso mucho después de que Wimberley la hubiese dejado.
A través de dos continentes y tres años de combates, podías saber que una unidad de la 51st las estaba pasando canutas porque sería la única ocasión en que les verías ponerse los cascos de acero en lugar de sus boinas típicas escocesas. También podías saber que habían pasado por algún lugar si veías el emblema de la división, unas letras HD estilizadas dentro de un círculo, pintarrajeadas por todas partes.
Las tropas aliadas, acostumbradas a verlas pintadas sobre cualquier superficie plana en la zona de operaciones de los Highlanders, y parte de las adyacentes, decían que correspondían en realidad a las palabras Highway Decorators, pero la manía provenía de una orden de Wimberley en Escocia, meramente administrativa, para que se pintase el emblema divisional sobre todos los vehículos, equipos y edificios de la división, que había adquirido vida propia. En una ocasión, el mismo Wimberley le buscó personalmente un bote de pintura a un grupo de sus hombres, desconsolados por no tener con qué dejar su marca en un pueblecito siciliano recién liberado. ¡Todas aquellas paredes blancas!


¡Los Highlanders han llegado a la ciudad!
Dos soldados de la Black Watch dejan constancia del paso de la 51st por Sfax.

Con sus lealtades tribales, maneras grafiteras de marcar el territorio y gorritos divertidos Wimberley instiló, como un primer hálito en aquella división mayormente exangüe, un nuevo esprit de corps, probablemente uno más potente incluso que la inquebrantable lealtad vecinal de los territoriales de 1939. Uno del que tendría que echar mano mucho antes de Wadi Akarit, Francofonte o las salvajes batallas casa por casa en Esch.
Los hombres jóvenes y agresivos son la materia prima con la que se forman las divisiones de choque, pero los hombres jóvenes y agresivos, especialmente los escoceses, rara vez se sienten atraídos por vigilar playas desiertas mientras en cualquier otra parte hay una guerra en marcha. Durante el primer año de su mando, el buen concepto de sí mismos y su unidad que les inspiró fue lo único que Wimberley tuvo para evitar que sus mejores elementos, la mayoría al menos, no se las ingeniasen para que los trasladasen a otras unidades más atractivas como los Commandos o trabadas en combate mientras la 51st vegetaba en la costa oriental de Escocia otro invierno más.
No fue hasta abril de 1942 que finalmente, –y está por determinar si se debió, o hasta que punto, a las malas artes de Wimberley–, la división recibió orden de desplazarse a Aldershot y comenzar a adiestrarse para entrar en combate. Tampoco queda claro si la decisión se debió a la amenaza de una nueva campaña de acoso escocés o, simplemente, a los desastres de Gazala, pero en junio de 1942 la división se embarcó para Egipto.
La 51st, se podría decir, después de todo tenía una deuda contraída con el Octavo, al que había cedido dos de sus comandantes más anodinos para convertirse en dos de los comandantes del Octavo más patosos: Alan Cunningham y Neil Ritchie que pasaron de mandar la división a mandar el Octavo exactamente uno detrás del otro. Ritchie, que había recomendado personalmente a Wimberley para mandar la división a su partida, volvería a encontrarse con la 51st, como jefe del XII Cuerpo en Holanda, que incluía tantas divisiones gaélicas (la 53 galesa y las 15, 52 y 51 escocesas), que los chistosos lo llamaba extraoficialmente el XII Cuerpo (celta).
Mientras la división seguía la ruta del Cabo de Buena Esperanza, para irse poniendo en antecedentes, Wimberley y su segundo volaron desde El Cabo a Egipto. Como tenían que cruzar territorio portugués neutral, hicieron el viaje de incógnito haciéndose pasar Wimberley por representante de una destilería y su segundo por afinador de pianos. Los antecedentes eran pocos y todos malos. El prometedor jefe de Panzer que tanto se había alegrado de capturar a la 51st original había estado, mientras la división se recomponía y mantenía vigilados a los charranes, haciéndose todo un nombre propio y estaba en ese mismo momento llamando a la puerta. Ahora era él el que encabezaba listas del top 10.


Monty, con su sombrero australiano de corta vida,
inspecciona a los Camerons al llegar a Egipto.
Una de las pocas fotos en las que Wimberley no lleva boina escocesa.

(Foto Queen's Own Highlanders Museum en www.51hd.co.uk)

El grueso de la división llegó a Egipto a mediados de agosto, después de 6 semanas de viaje, más o menos las fechas en las que llegaba allá un general bajito, abstemio, con cara de ratón y ganas, también, de hacerse un nombre. Montgomery y Wimberley ya se conocían de antes. Wimberley había mandado una brigada para Monty durante la Guerra de Independencia Irlandesa, y este lo había considerado como el mejor jefe de columna volante para cazar guerrilleros del IRA. En ese momento concreto eran tal para cual, uno tenía un par de ideas para borrarle la sonrisa de la cara a Rommel, y el otro una división de escoceses pendencieros con una cuenta pendiente con ese mismo tipo. Lo que siguió fue una de las más bonitas historias de amor entre un comandante de ejército y un general de división de la Historia Militar.
Pero esa es otra historia. Una corta y que, me temo, termina mal.

Y concluirá...



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Imagen de cabeza: Patrullando un Firth escocés en pleno invierno de 1940. Los de la foto son Local Defence Volunteers, los antecesores de la Home Guard, pero los medios y el paisaje hubieran sido los mismos para la 51st (Imagen tomada de National Army Museum).
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Comentarios libremente inspirados en:



Doherty, Richard, None Bolder. The History of the 51st Highland Division in the Second World War, (Brimscombe: Spellmount, 2006).
Latimer, Jon, El Alamein, (Barcelona: Inédita editores, 2006).
Salmond, James Bell, The History of the 51st Highland Division, 1939-1945, (Edinburgh: W. Blacckwood, 1953).


5 comentarios:

  1. Querido don Húsar,

    Una vez más quiero empezar haciéndole llegar mi respeto y admiración por su segunda parte de “Mi división favorita”, y todavía ando pensando si me quedo con la ironía, la parte puramente histórica o su forma de escribir. En cualquier caso gracias por el regalo de unos momentos de una lectura fantástica.

    Dicho esto, que me parecía de estricta justicia, y habiendo abierto una botella de Laphroaig de diez años para acompañar estas frías mañanas de diciembre, me sumerjo, de su mano, en la Historia de Escocia: frío, agua, niebla, espíritus de plantilla en cualquier casa que se precie, y Walther Scott escribiendo sin prisas, feliz,pipa en mano, mientras la lluvia cae por los ventanales de la biblioteca de la Universidad de Edimburgo. ¡Un gran pais, Escocia! Lástima de comida.

    Me gustaría, ciertamente, formular un par de cuestiones sobre los escoceses en la segunda guerra, incluso hablar de Scapa Flow y de Gunther Prien. Pero lo dejaremos para mejor ocasión; para hoy, solamente, le deseo lo mejor para el año que comienza en curso del cual espero que se hagan realidad todos sus sueños.

    El cabo Pérez.

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  2. Estimado amigo, me alegro mucho de que le haya gustado y le agradezco vivamente sus, inmerecidos, elogios. ¡Va a conseguir que se me salgan los colores!

    Ya ve que me cuesta encontrar el tiempo necesario para atender al blog como debiera, pero esté seguro que intentaré atender a sus inquietudes en la medida de lo posible.

    En fin, todo lo mejor para usted también en este año que entra y que esperemos sea mejor que el que sale. Que podamos seguir con esta aventura y que siga siendo del interés de todos los que ya están aquí y algunos más que se nos unan todavía por el camino. ¡Muchos éxitos para todos en 2011!

    Saludos cordiales.

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  3. Todo un descubrimiento para mí su blog. Fantásticas las dos entregas acerca de la 51st Highland y quedo ya con ganas de leer una continuación de las vivencias de esta unidad. Gracias por sus aportaciones y por emplear ese estilo tan particular suyo, lejos de saturarnos con meros y fríos datos numéricos en los que suelen caer los autores. Fantástico de verdad.
    De nuevo gracias y feliz año.

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  4. Enhorabuena por la publicación....cada mes espero por un nuevo post.

    Gracias y a seguir así!!
    Feliz 2011

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  5. Al contrario, muchas gracias a ambos por el interés.

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