lunes, 10 de septiembre de 2012

L for Love

(A Benny Hill War story)


Durante el invierno de 1939 a 1940, mientras a ambos lados de la Línea Maginot millones de soldados, cansados de vigilarse y pasar frío esperando una guerra que no parecía decidirse a empezar en serio soñaban en sus refugios con sus casas y mujeres, un pequeño grupo de hombres audaces, las tripulaciones de los bombarderos pesados de la RAF, desafiaban las tinieblas para internarse en lo profundo de Alemania embarcados en una de las campañas más absurdas de la Segunda Guerra Mundial.

El Sergeant Ronald E. Charlton, navegante de un bombardero pesado Whitley Mk V del 77 Squadron –indicativo radio L for Love–, era uno de esos hombres audaces. Rayando el alba del 16 de marzo de 1940, Charlton era también un hombre preocupado. Su piloto le acababa de pedir por el intercom la posición del aparato. ¿Aquellas formas poligonales que acababa de ver fugazmente entre las nubes eran los búnkeres de la Maginot? Deberían… “Hemos entrado en Francia hace un rato”, informó al fin. “O eso creo”, añadió, pero sólo después de retirarse el micrófono de la cara. Y muy bajito.
La campaña en la que Charlton y sus cuatro compañeros de tripulación de esa noche estaban metidos hasta el cuello llevaba en marcha desde la mismísima primera noche de la guerra. Al caer el sol del 3 de septiembre, con la tinta de la declaración de guerra húmeda todavía, 10 Whitley –capaz cada uno de una carga útil de 3 toneladas– habían despegado de sus bases en Yorkshire rumbo hacía la noche y sus objetivos en Alemania.
Pocas horas después Hamburgo, Bremen y la cuenca del Ruhr escuchaban por primera vez, entre alarmados y curiosos, un sonido que con el tiempo acabaría haciéndoseles siniestramente familiar: el zumbido de bombarderos polimotores sobre su vertical. Uno tras otro, los 10 Whitley alcanzaron sus objetivos y soltaron su carga. Después viraron rumbo a casa sin ser molestados.
A los pocos centímetros de caída, los fardos recién liberados chocaron con la turbulencia que los mismos aparatos creaban en su avance. Las gomas que los mantenían unidos se rompieron, y los miles de submuniciones que cada fardo contenían salieron disparadas formando una nube irregular que llevada por los vientos dominantes continuó su descenso saturando áreas de varios kilómetros.
A la mañana siguiente, decenas de amas de casa y empleados públicos de limpieza alemanes contemplaron horrorizados la barbarie indescriptible de la guerra aérea que los británicos estaban dispuestos a desatar contra ellos. Calles, tejados y patios amanecieron sembrados de octavillas conminándoles a la rendición. Millones de ellas enguarrando aceras y atascando arquetas de desagüe. ¿Qué desalmado podría hacer semejante cosa? Sin duda aquellos englische Swinehunde sabían dónde pegar a un honrado alemán para hacer daño.
Y el salvajismo había ido in crescendo a medida que el otoño de 1939 había dado paso al invierno del 40. Los Whitley, ayudados ocasionalmente por algún Wellington, habían seguido despegando casi cada noche cargados de papel rumbo a objetivos cada vez más al interior de Alemania. La noche del 1 al 2 de octubre un Whitley del 10 Sqn se convirtió en el primero de los miles de bombarderos aliados que visitarían Berlín. A comienzos de 1940 ya tocaban los confines más alejados del imperio nazi, llevando esperanza, y trabajo para los barrenderos, a Praga y Viena.
Aquella noche, el L for Love acababa de establecer un nuevo hito en aquella campaña terrorista. Ahora, Charlton trataba de guiarlo de vuelta a casa desde Varsovia, el punto más oriental alcanzado hasta la fecha en aquella guerra por ningún aparato británico.
La ida no había presentado mayor problema. La carga de esa noche –millón y medio de octavillas– había sido entregada puntualmente y sin interferencia enemiga. Su piloto, el Flight Lt. Tomlin –otro hombre audaz, un old hand de la RAF de preguerra– conocía el camino. La semana anterior, con otra tripulación, había lanzado octavillas sobre Poznan, 270 kilómetros al oeste de Varsovia, convirtiéndose en el primer aviador británico en sobrevolar la Polonia ocupada.
El viaje de vuelta, en cambio, venía siendo un poema, más o menos, desde mitad de Alemania. Volando a 10.000 pies –eso son unos 3.000 metros– toparon con fuertes vientos de cara y acto seguido se dieron de bruces con el frente nuboso cargado de nieve que aquellos vientos empujaban.
Engullidos por las nubes, volando a ciegas, al poco empezó a formarse hielo en uno de los carburadores. Como el Whitley no era conocido por su capacidad para seguir volando con un solo motor, Tomlin decidió ascender para salir de la tormenta. Lo consiguió a 18.000 pies. Libre de humedad, el carburador había mejorado de lo suyo pero a cambio –para que hablen del frío seco– lo que se había congelado era la radio.
Lo de la radio tenía su importancia, porque era el único aparato a bordo que permitía encontrar la radiobaliza que les guiaría hasta Villeneuve-Vertus, la base aérea francesa dónde los esperaban de vuelta. Los Whitley eran destacados a menudo a Villeneuve, 30 kms al sur de Reims, como base avanzada para sacar el máximo partido de su autonomía. De hecho, para hacer posible una misión de tan largo alcance como aquella, 2.400 kms ida y vuelta, el L for Love había despegado desde Metz-Frescaty –irónicamente construida por los alemanes como campo de zeppelines 30 años antes–, a escasos 50 kms de la frontera.


Un Whitley Mk V despega con sol poniente y, suponemos, tiempo duro de Levante.
Es el L for Love, pero del 58º Sqn, unos de los dos que enviaron sus Whitley en la primera misión de la guerra.
(Foto B. J. Daventry, RAF. © Imperial War Museum (IWM) CH 251).

Sin radio, las probabilidades del L for Love de volver a casa dependían de la maña que Charlton se diera con la navegación a estima. En realidad era un cálculo sencillo: tanto tiempo volado, en tal dirección y a tal velocidad, a partir de las lecturas del tubo Pitot, el compás magnético y un cronómetro puesto en marcha al despegar. Pero, como eso había sido a las 19:30 del día anterior, y llevaba horas volando dentro o sobre un mar de nubes, a merced de vientos contrarios que les habían retrasado y desviado, y sin poder ver el suelo para verificar su estimación con algún accidente del terreno, es normal que el muchacho se preguntara dónde diablos estaban.
Tomlin tenía sus propios problemas. Ascender 8.000 pies contra un viento de más de 100 km/h había arruinado los delicados cálculos de combustible de una misión que incluso en las mejores condiciones ya tonteaba con el tope de autonomía del Whitley. Hacia rato que las agujas de todos los depósitos bailaban alegremente dentro del rojo de reserva y por el este crecía amenazadora la claridad de la aurora que les dejaría en manos de los enjambres de mortíferos Messerschmitts que pastaban por allí.
Se estaba quedando sin tiempo ni opciones para discutir de aritmética con su navegante. Así que, sin encomendarse ni a dios ni al diablo, metió morro y volvió a sumergirse en el mar de nubes con la esperanza de que debajo hubiera donde aterrizar. Si Tomlin se preguntaba algo en ese momento, más probablemente, era qué diablos hacía él allí.


Nickelado, oiga
Aunque administrativamente el Mando de Bombardeo apenas tenía cuatro años de vida en 1940, la RAF había tenido bombarderos pesados, intención de usarlos y doctrina para ello desde mucho antes.
Durante más de una década Gran Bretaña había gastado millones de libras en bombardeos estratégicos de largo alcance. Según las teorías de Trenchard, el apóstol local del poder aéreo, a primera hora del primer día de cualquier guerra futura estos lanzarían un devastador ataque –el Knock Out blow como lo llamaban– que arrasaría a nivel ciudades y fábricas enemigas, destruyendo así la capacidad y/o ganas de combatir de cualquier hipotético enemigo.
Esto nos puede parecer ingenuo ahora que sabemos como acaba la película, pero, siendo honestos, habría que ver qué otra cosa se nos hubiera ocurrido a nosotros después de asistir al primer día del Somme, o comernos 3 meses de mili en Passchendaele.
La RAF, en fin, disponía en 1939 de una de las tres únicas fuerzas de bombardeo estratégico operativas en el mundo, y la más numerosa además. Peeeero… Alemania había ganado la carrera del rearme. Y la Luftwaffe –que era la antípoda del poder aéreo estratégico y lo sería toda su vida– tenía el doble de bombarderos que la RAF, y no serían de largo alcance, pero el que tenían les bastaba para alcanzar Londres y la mayoría de los centros fabriles y urbanos de Inglaterra. El Knock Out blow, resultó, podía ser lo que Gran Bretaña recibiese en los morros nada más sonar el gong.
La primera consecuencia de esto fue que durante los dos últimos años de paz los británicos se aplicaron con ahínco a desarrollar el mejor sistema de defensa aérea integrada de su tiempo. Providencial medida, a la que todos debemos –por el momento– el haber retrasado unos 70 años el convertirnos en una colonia alemana. Pero esa es otra historia.
La segunda fue que, llegado al fin el día de usarlos, nadie en Downing Street, ante la más que probable perspectiva de recibir mucho más de lo que se podría repartir, mostró gran entusiasmo en iniciar una campaña de bombardeo estratégico.
Los Aliados aceptaron encantados el llamamiento de Roosevelt a todos los contendientes para no bombardear objetivos civiles una vez que los nazis dijeron que por ellos vale –llamamiento hecho el 1 de septiembre, el mismo día que la Luftwaffe arrasaba Wieluń por cierto–, y mantuvieron su palabra hasta el día después de Rotterdam. Varsovia, al parecer, iba en cuenta a parte. Muestra gratuita de producto, o algo.
Todo esto de no querer ser los primeros en enzarzarse en semejantes canalladas quedaba muy bien, pero el hecho es que varios millones de libras en armamento acababan de fracasar miserablemente como disuasivo y, además, no podían usarse para lo que se habían comprado. Los británicos intentaron entonces encontrarles otro uso. Pero, en un giro arquetípico de la Drôle Guerre, uno que matase poco.
Durante lo que se conocería como la Bombing Truce, el Mando recibió permiso para realizar dos, y sólo dos, tipos de operaciones.
Una era atacar a los barcos de la Kriegsmarine en alta mar o surtos en Wilhelmshaven. Misión estrictamente militar en la que era imposible causar bajas civiles, ya que estaba prohibido atacar barcos amarrados a un muelle, o en un dique, y aquellos anclados en radas tenían que serlo de modo que fuera físicamente imposible que una bomba cayera, ni por error, cerca de un civil alemán, o de su propiedad.
La otra era el lanzamiento de octavillas sobre ciudades alemanas. La RAF, en realidad, no es que tuviera mucha práctica o doctrina en el tema antibuque, pero para compensarlo las misiones Nickel, llamadas así a partir del nombre en código dado a las octavillas, eran de todo menos una improvisación.
La propaganda de guerra no era precisamente novedad, ni siquiera lo de lanzarla desde el aire –los mexicanos sitiados en Veracruz en 1847 habían usado cometas para dejar caer sobre el campo de Scott pasquines prometiendo tierras y una vida regalada en el país de la eterna primavera a los americanos honestos que abandonaran tan salvaje agresión y desertaran–, pero, como tantas otras cosas, había alcanzado la madurez técnica durante la Primera Guerra Mundial.
Con la radio aún en pañales, los Aliados habían desarrollado diversos métodos para diseminar el principal vehículo propagandístico disponible: la octavilla. Se usaron globos libres, cometas y hasta proyectiles especiales de artillería, pero pronto el avión demostró ser el más eficaz y versátil. Después de derramar millones de litros de tinta inocente durante 3 años, los derrumbes revolucionarios de 1918 parecieron certificar su eficacia.
Los británicos, de hecho –no me preguntéis porqué– sentían un apego especial por el método. Tanto que durante los 20 lo incorporaron a la panoplia de sus famosas acciones de policía colonial aérea, al parecer, con gran éxito. Muchas tribus levantiscas en los cuatro confines del Imperio depusieron su actitud tras recibir vía octavilla anuncio de las consecuencias de no hacerlo, lo que resulta aún más asombroso teniendo en cuenta la alta tasa de analfabetismo entre su público objetivo.


Octavilla de la RAF, en perfecto árabe, avisando de la inminencia de un ataque aéreo.
Esta, lanzada sobre las aldeas kurdas durante las operaciones de Barzan a principios de 1931,
no parece que fuera de las más eficaces.
Quizás porque los kurdos hablaban su propio idioma.
(Colección Gerard Combe © IWM HU 89469).

Durante los 30, todo el asunto de la propaganda subversiva tenía un no-sé-qué de moderno que cautivaba, más si se combinaba con el avión, quizás el símbolo más visible de la atracción que el progreso técnico y científico ejercía sobre la imaginación de las masas.
Ya que las masas esperaban que el avión evitase, o al menos hiciera cortas y relativamente incruentas, las guerras –porque eso y no otra cosa era toda la fanfarria esta del poder aéreo y el bombardeo estratégico–, por qué no usarlo para evitar directamente la guerra manipulando las mentes de las masas enemigas y destruir la voluntad de luchar de un pueblo lanzándole insidiosos mensajes desde el aire, imposibles de censurar, o interferir como la radio.
Y no era simplemente una idea de revista de divulgación científica. Muchos en el Ministerio del Aire británico creían, sinceramente además, que lo que era bueno –como señala incisivamente su Historia Oficial– para tratar con tribus belicosas de ultramar seguramente lo era también para tratar con las tribus belicosas más cerca de casa. Aparentemente, nadie había reparado en que la efectividad de las octavillas aumentaba considerablemente cuando alguna de las tribus vecinas había recibido ya muestra de las otras cosas que los aviones podían lanzar y que su efecto se basaba, en último término, en la demostración de poder inherente a una máquina voladora erizada de armas sobrevolando tu aduar.
Lástima que en 1939 el Imperio tuviera la mitad de medicina poderosa que los levantiscos tribeños y que, además, se hubiera comprometido públicamente a que sus demonios voladores no lanzarían fuego sobre ningún aduar.
En 1938 la idea parecía todavía dotada de una de esas lógicas inatacables de causa-efecto que sólo se pueden venir abajo en contacto con la realidad. Ese septiembre, en plena Crisis de Munich, el gobierno británico decidió dotarse de un aparato de “guerra política” con el que influir sobre la conducta y opiniones de las poblaciones enemigas y neutrales y comenzó sus preparativos para una futura ofensiva propagandística contra Alemania.
Brotaron como setas comités –que acabarían pasando más tiempo librando entre ellos implacables batallas administrativas por el control del chiringuito– para desarrollar todos los aspectos de dicha ofensiva. Siguiendo las últimas teorías psicológicas y de comunicación de masas se propusieron campañas de rumores y radioemisiones –eran los días de La Guerra de los Mundos– clandestinas. Pero estaba claro que la octavilla, reconocida por el Ministerio del Aire en una nota reservada del 25 de ese mes como un arma de guerra, sería su medio estrella.
Desde los procedimientos operativos para su diseminación hasta la misma redacción de las octavillas, el Gobierno de Su Majestad esperaba tener completados todos los preparativos antes de que terminara la paz. Gran Bretaña –con una actividad y previsión que rara vez se le atribuye en esta etapa de su lucha contra los totalitarismos– estaba forjando un arma temible.
Todo lo cual demuestra que uno puede prepararse muy concienzudamente, y con gran antelación, para hacer una soberana majadería.
Tal era el poder de la nueva arma que la decisión de usarla, si se llegaba a eso, se dejó en manos del Primer Ministro. Cuesta imaginar un arma que, por sus características, se adaptase mejor al carácter de Chamberlain, de modo que a este no le tembló precisamente el pulso a la hora de emplearla. Cada noche durante la primera semana de la guerra. Sin miramientos.


La RAF entrando en materia, sin contemplaciones.
Personal de tierra ayuda a estibar la mortífera carga de un Whitley.
(Foto B. J. Daventry, RAF. © IWM).

El ridículo de la situación, sin embargo, pronto se hizo evidente incluso para los mismos británicos. De algún modo resultaba insultante –especialmente para los polacos–, que mientras Polonia era descuartizada viva lo más letal que la RAF pudiera lanzar sobre Alemania fuese papel. Y además del basto, no ese con el que te puedes hacer esos cortes tan puñeteros con los cantos. El Gabinete de Guerra se sintió obligado a suspenderlas.
Lamentablemente, poco después las misiones contra Wilhelmshaven demostraron que, al contrario de la opinión generalmente sostenida antes de la guerra, de día el bombardero rara vez conseguía pasar y estas tuvieron, también, que suspenderse por las bajas atroces sufridas a manos de la caza y la Flak alemanas. Ante el ridículo aún mayor de no estar haciendo absolutamente nada, el Gabinete se sintió aún más obligado a autorizar su reanudación.
En marzo de 1940 las Nickel eran la única misión ofensiva –es un decir– que podía ejecutar la mayor fuerza aérea estratégica por el momento en guerra. La respuesta a la pregunta de Tomlin era, sucintamente, que algo había que hacer.


Te odio, te odio y te tiro papelitos
Y había sido a las tripulaciones de los Whitley a las que les había tocado hacerlo. Se había escogido al Whitley, en una de las primeras decisiones técnicas adoptadas en 1938, sencillamente porque había sido diseñado expresamente como bombardero nocturno y el lanzamiento nocturno, se creía, reforzaría el efecto psicológico.
El Whitley era irremediablemente feo, pero noble y fácil de volar, y también el bombardero británico que más carga podía transportar a mayor distancia. Además, era un bichejo duro y resistente. Un neozelandés cachazudo del 77 había llevado uno de vuelta 500 kms con la mitad del recubrimiento del ala, que era de tela, colgando. Pero en 1940, habiendo entrado en servicio en 1937, también era el bombardero británico más lento, y el más antiguo.
Si no fuera porque a la RAF no le sobraba precisamente ni un avión, costaría quitarse la sensación de que, en el gran esquema de las cosas, los Whitley eran prescindibles. Si no, no se explica que el Mando de Bombardeo, refugiado en una estrategia de conservación de fuerzas que le permitiera amasar el número de escuadrones necesarios para lanzar al fin su famoso golpe de KO, cediera alegremente los 6 Squadrons de Whitley del No. 4 Group –una fuerza teórica de 72 aparatos–, para las operaciones Nickel.


No está bajando, es que vuela así.
Diseñado antes de la difusión de los flaps, el Whitley tenía un ala con elevado ángulo de incidencia. Esto reducía la velocidad de aterrizaje, facilitando sus aterrizajes nocturnos,
pero le daba también esa característica forma de volar, culo en pompa.

Vale que la campaña de niquelado se condujera con toda la timoratez y miramientos propios de la Drôle Guerre. Cuando un par de navegantes poco avispados violaron por error el espacio aéreo neutral de Bélgica y Holanda volvieron a suspenderse cautelarmente y, cuando volvieron a reanudarse definitivamente, durante un tiempo, para evitar accidentes semejantes, el Ruhr, teóricamente uno de los blancos más propicios para la subversión, se declaró zona prohibida. Pero seguían siendo misiones largas, peligrosas y extremadamente incómodas.
Volar de noche siempre es peligroso, y hacerlo en tiempo de guerra no suele ayudar, pero mucho más peligroso que toda la actividad de la Luftwaffe en el aire o en tierra, fue el propio de invierno de 1939-40, uno de los más duros que se recuerdan en Europa. Con el Canal medio congelado en Boulogne, a bordo de un Whitley sobre Alemania, de noche, las temperaturas podían rondar los 30 bajo cero.
A esas temperaturas se congelaban los instrumentos, las ametralladoras y las manos de los tripulantes tan canelos de tocarlas con la carne desnuda. Los trajes con calefacción eléctrica aún no estaban disponibles y el sistema de calefacción del Whitley fallaba más que una escopeta de feria. Más cuanto más arriba. Y todavía Tomlin y los suyos habían tenido suerte. El Mk V traía al menos membranas hinchables en los bordes de ataque que evitaban la formación de hielo sobre las alas, fenómeno que había hecho estrellarse ya a varios Whitley más anticuados, empezando por uno de los 10 de aquella primera misión de la guerra.
El sistema de oxígeno luchaba duramente por dar aún más problemas y eso que, propiamente, no había un sistema de oxígeno. Sólo sendas botellas debajo del asiento de cada tripulante que estos no podían llevar consigo cuando tenían que pasar a la parte trasera para lanzar las octavillas por el lanzabengalas.
Con ser espacioso, una vez atiborrado de paquetes de octavillas, recorrer el fuselaje de un Whitley y trabajar en él embutido en tres o cuatro capas de ropa requería cierta pericia y mucha voluntad. El Whitley no tenía bodega de bombas de grandes compuertas, las bombas iban en células en las alas, así que el lanzamiento significaba trasegar varias toneladas de papel, en fardos del grosor de un código mercantil, y lanzarlos, uno a uno, por un tubo del diámetro de un balón de baloncesto mientras el avión orbitaba una ciudad enemiga durante el tiempo que durase la operación. Todo esto a 3 o 4.000 metros. Sin calefacción. Y sin oxígeno.
Los casos agudos de mal de altura eran comunes. Para evitar desvanecimientos los lanzadores tenían que turnarse frecuentemente. Para intentar despejar un poco el área de trabajo, se solía hacer bajar la poco conocida torreta ventral del Whitley, lo que permitía trabajar con más soltura y pasar los fardos al lanzador con rapidez.


Let the Hun have it!
Detalle del lanzabengalas de un Whitley. A falta de algo mejor, la prensa
se mostró muy entusiasmada con las misiones Nickel. La RAF no tuvo problema en
proporcionar imágenes aunque, como esta, fueran posadas y, seguramente, tomadas en tierra.
La zona está sospechosamente despejada, y nuestro amigo lleva demasiada poca ropa
 para ser una misión real. Si lo fuera, lo más probable es que
su mano izquierda se hubiera quedado pegada al metal congelado.
(Foto © IWM).

Pero a menudo la torreta quedaba congelada en posición abajo y, creedme, nadie quiere un cilindro de metal de metro y medio sobresaliendo de su avión creando resistencia al avance cuando tienes que recorrer aún 500 kms de Alemania nazi para volver a casa. Había entonces que izarla a brazo, lo que solía requerir la fuerza conjunta de todos los tripulantes, menos el piloto por razones obvias. En una misión contra Munich y Stuttgart, levantarla acabó con un navegante desmayado.
Tuvo suerte. El artillero frontal de otro aparato de esa misión estaba en ese momento tirado en el suelo hecho una bola, castañeteando fervorosamente un padrenuestro para evitar morir de hipotermia. Mucho más dispuestos a tomar las riendas de su destino, el radioperador y el segundo piloto se habían pasado medio viaje dándose de cabezazos contra la mesa de mapas a fin de poder sentir otra cosa que no fuera el mordisco de la congelación.


Estimado señor enemigo…
El producto entregado difícilmente compensaba tanto trabajo y sacrificio. Las primeras octavillas británicas estaban redactadas para ser aceptables incluso bajo la más draconiana de las leyes antilibelo. Bien escritas y razonadas, evitaban todo comentario jocoso o insultante, no digamos subversivo. Nada de chistes sobre lo gordo que estaba Göring.
En Londres preocupaba bastante distribuir material que pudiera considerarse “inapropiado” por el qué dirán internacional, y en lo tocante a la RAF, para evitar posibles represalias contra sus hombres. Esto puede parecer una tontería, pero en la anterior guerra Gran Bretaña había renunciado a los lanzamientos aéreos después de que en diciembre de 1917 un tribunal alemán condenara a varios aviadores ingleses derribados en esos menesteres a fuertes penas de trabajos forzados por difundir “literatura incendiaria”. Los alemanes habían avisado, conste. Ese febrero habían elevado una enérgica nota diplomática de protesta por aquel atropello a los usos de la guerra civilizada.
Que tal precedente se tuviera en cuenta en 1939 sólo resulta menos ridículo que el que Gran Bretaña aceptase el principio el mismo año en que los bombarderos del demandante, pasándose varios usos de la guerra civilizada por el forro, hacían los primeros ensayos de lanzamiento de cosas bastante menos caballerosas directamente sobre los civiles londinenses.
Los propios británicos reconocían que su propaganda, en su forma actual, no era la más efectiva posible. Pero, al menos, vista la preocupación de la Gestapo y las fuertes penas impuestas a aquellos sorprendidos en posesión de una octavilla, el Gobierno de Su Majestad se consolaba sobre la utilidad de sus esfuerzos. Guiándose por las experiencias del Blitz de 1917 y las medidas que ellos mismos estaban tomando, el Gabinete creía, honestamente, que sus solitarios Whitley perturbaban el sueño de los buenos alemanes.
Que sembraban la duda en la sabiduría de sus líderes, que interrumpían el trabajo en los turnos de noche para ir a los refugios –en un momento en que pocas industrias en Alemania tenían turno de noche–, que les obligarían a iniciar evacuaciones masivas de civiles al campo, o a distraer hombres y cañones del frente para establecer defensas antiaéreas.
A un nivel más íntimo la RAF afirmaba con convicción que el nickelling servía claros y útiles propósitos militares. Permitía adquirir valiosa experiencia en misiones de penetración profunda y navegación nocturna, lo que sería muy útil en los años venideros. Lástima que las tripulaciones de Whitley fueran ya la única fuerza de toda la RAF con amplia experiencia en ambas cosas, motivo por el que habían sido escogidas en primer lugar.
Bueno, en última instancia, permitían realizar un completo reconocimiento de Alemania, se decía la RAF. La prensa las llamaba, entusiasmada, “reconocimientos especiales”. La tripulación del L for Love había recibido, sin duda, orden de observar atentamente la efectividad y precisión de los cañones y reflectores alemanes a lo largo de su ruta, los esfuerzos de oscurecimiento, la actividad en aeródromos, ferrocarriles y canales... Pero después de 11 horas volando prácticamente a ciegas, cosa muy corriente aquel invierno, no habían podido ver una puta mierda. Las luces de Varsovia estaban encendidas, eso sí.


Preocupando alemanes.
Interpretación artística de lo que era un Nickel raid.
Un Whitley se abre paso entre nubes y noche cerrada. Errores de navegación, reflectores alemanes y la posibilidad, bastante común, de verse atrapado en una ventisca o una tormenta eléctrica.
(Detalle de un anuncio publicado en Flight 19-9-40).

Eran misiones prácticamente inútiles y las tripulaciones que las volaban lo sabían. Eran los Bumph Raids en la jerga. Siendo bumph una bonita palabra inglesa de doble acepción. Una para referirse al papeleo burocrático y otra, más coloquial, para el papel higiénico. Cual de ellas era la empleada depende de a quien se le preguntara.
Arthur Harris, por ejemplo, el tipo que en pocos años llevaría el potencial del bombardeo estratégico nocturno a sus últimas consecuencias era de la opinión de que sólo servían para “satisfacer la demanda de papel higiénico del continente”. Claro que como solían distraerle los Hampden de su No. 5 Group para tomar parte en la charada es posible que no fuera precisamente objetivo. Nunca le gustó que le tocaran sus bombarderos. Era muy mirado con esas cosas.
Los alemanes, por su parte, estaban muy de acuerdo con lo de usar todo aquello para tomar ideas y práctica para tiempos más duros. De momento sus cazas nocturnos rara vez despegaban –el primer encuentro fatal con uno se produciría ese marzo– y aunque la Flak solía dar más problemas –el 77 había perdido el primer avión de aquella guerra ese octubre por su culpa– sus disparos, por lo general, eran esporádicos y poco precisos. Con todo, espoleados por tanto avioncito zumbando alegremente por ahí, habían comenzado a plantar las semillas del que acabaría siendo uno de los sistemas de defensa aérea más mortíferos de la Historia.


Noche de autos
Hasta que esas semillas florecieran las misiones Nickel parecían tener la protección de los dioses de la Drôle Guerre. El surrealismo de toda la situación tenía que serles simpático. Si no, no se explica que lo primero que se encontrase el L for Love nada más emerger por el límite inferior de la capa de nubes a 500 pies fuera un amplio prado que corría oeste-nordeste a las afueras de una pequeña ciudad aún dormida.
Fue un aterrizaje virtuoso, con viento y pendiente en contra. Después de completar los protocolos de postvuelo –parar motores, descargar ametralladoras– los cinco saltaron a tierra a encenderse un pito y estirar las piernas. Había empezado a amanecer, los pajaritos cantaban. Hacía un frío que pelaba, pero estaban vivos y nada en derredor sugería que hubiera una guerra en marcha.


Die Engländer kommen!!
Aproximación final de un Whitley (a un aeródromo inglés, los mirones son corresponsales).
(Foto Flight).

Llevaban así unos minutos cuando vieron que un grupito de paisanos se acercaba tímidamente desde la carretera al borde del campo. Tomlin pensó que podrían indicarle dónde conseguirse un teléfono para dar parte y que vinieran a buscarles con sándwiches y té caliente. Llevando consigo al radioperador, F/O Parrott, que era el que controlaba idiomas, echó a andar hacia ellos, saludando alegremente con la mano, gesto que estos le devolvieron.
Ambos grupos se encontraron a unos 200 metros del aparato.
Bonjour Monsieur, c’est France, n’est ce pas? – preguntó Parrott.
El que parecía ser el jefe del grupo negó con la cabeza.
Luxemburg allors! – repuso Parrott con una sonrisa.
Nuevas sacudidas de cabeza del paisano. Entonces este hizo una seña a un muchacho que venía con ellos para que se adelantara y señalándole dijo “Albert Französisch”. El chaval, de unos 16, se acercó encantado de poder practicar su francés de secundaria.
C’est France?– repitió Parrott.
Oh, non –contestó Albert como quien señala algo obvio– Monsieur, c’est la Allemagne. La frontiere est à vingt kilométres– añadió señalando amablemente en la dirección.
A partir de aquí, tras un significativo cruce de miradas, el dialogo, os podéis imaginar, siguió en inglés.
– Oye Tomlin…
– ¿Sí, Parrott?
– Creo que estos no son franceses…
– Parrott…
– ¿Sí, Tomlin?
– ¡¡¡Corre, por tus muertos!!!
Aquí convendría pinchar la banda sonora apropiada.
Lamentablemente no se conservan tiempos oficiales pero, tras haber batido, con toda probabilidad, la plusmarca mundial de los 200 lisos con botas y traje de vuelo completos ambos consiguieron alcanzar el avión.
Mientras arrancaban, –difícil imaginar momento más inoportuno para calar el motor– desde el extremo norte del campo vieron acercándose a otro grupo de siluetas, estas desplegadas en línea de guerrilla. Alertados por el ruido, varios soldados alemanes que tenían sus cuarteles de invierno en la alquería cercana de Niedersalbach se acercaban, entre bostezos, a investigar.
Sin tiempo ni de atarse los cinturones, Tomlin metió gas y el L for Love, lanzando las gorras de los atónitos paisanos a los cuatro vientos, salió disparado al aire, perseguido por una escuadra de alemanes a medio vestir, entre puños al aire, bengalas y tiros de fusil como si fuera aquello el final de un Show de Benny Hill, pero sin señoritas en paños menores.


The end?





---------------------------
Imagen de cabeza: Hombres audaces. La tripulación de un Whitley Mk V a su regreso de una misión. La foto está tomada en 1940, así que es posible que sea posterior al fin de las misiones Nickel. El campo es Driffield, base, entre otros, del 77 Sqn. Es posible que la tripulación sea del 77, pero casi seguro que uno o varios de ellos han participado en alguna misión Nickel. (A partir de una foto vía Royal Air Force Museum).
---------------------------





Comentarios libremente inspirados en:

Goulding, J. y Moyes, P. (1975): RAF Bomber Command and its Aircraft, 1936-1940 (Londres: Ian Allan Ltd).





2 comentarios:

  1. Impresionante relato, conocía algo del lanzamiento de octavillas, pero pensaba que había sido algo muy puntual en los priperos dias de la guerra. Fascinantemente absurdo.

    ResponderEliminar
  2. Todo esto parte de la sobreestimación del poder de los bombarderos aéreos, pocos medios de combate probablemente hayan sido tan sobreestimados: franceses y británicos pensaban que si lanzaban ellos primero las bombas, la Luftwaffe respondería con sus enjambres de Dorniers y Heinkels que convertirían a Londres y París y otras ciudades en poco más que una colección de solares baldíos y llenos de escombros, el reverso de la moneda es que los británicos estaban convencidos que cuando comenzaran a lanzar cosas más ofensivas que las octavillas, paralizarían totalmente el Ruhr y dejarían seca a la maquinaria bélica alemana, obligada a depender del pienso y el carbón una vez arrancara la campaña contra las refinerías de petróleo sintético. Como sabemos no fue así, Londres y los londinenses resistieron más de la cuenta, mientras para la campaña nocturna británica lo más cercano a un "bombardeo de precisión" se daba cuando las bombas caían a 30m del objetivo y luego las ciudades alemanas y sus habitantes demostraron ser tan o más resistentes que sus equivalentes británicos. Sería necesario que viniera en ayuda del bombardeo aéreo toda la física del siglo 21 para finalmente contar con un arma que hiciera ciertos los vaticinios de los profetas del apocalípsis que llegaría del aire, arma tan horrorosa que no se volvería a usar de nuevo.

    ResponderEliminar