miércoles, 14 de abril de 2010

Quijotes del Vístula

(No, no vamos a hablar de la carga contra los panzer)


Si hay una historia triste en la Segunda Guerra Mundial –y hay muy pocas de otro tipo en la Segunda Guerra Mundial–, esa es la de los polacos. Incluso para una nación acostumbrada a ser desmembrada y vuelta a armar cada dos o tres generaciones, la historia de Polonia entre 1939 y 1948 alcanza cotas de tragedia varios grados de magnitud por encima de la media.

A efectos prácticos Polonia cayó en 17 días. No iban a durar lo suficiente para que los aliados occidentales los rescatasen –del intento francés en el Saar, mejor ni hablar–, pero cuando Stalin se unió a la fiesta, por la espalda y a traición, no les quedó otra que demostrar un gran talento para la retirada y la evasión.
Gran número de personal, a veces unidades enteras, y una cantidad apreciable de material, especialmente aviones de la Fuerza Aérea –que no fue tan vapuleada como a la Luftwaffe le gustaba alardear por ahí–, consiguieron refugiarse en Rumania y Hungría, lo que tiene su mérito teniendo en cuenta que se evadían simultáneamente de dos ejércitos, ambos más numerosos y más motorizados que ellos.
Aunque en teoría debían internarlos, rumanos y húngaros, encantados de poderse quedar con el material que emplearían principalmente para matar rusos –un uso que sus antiguos propietarios hubiesen aprobado vehementemente–, se distinguieron por la política de, digamos, puertas abiertas de sus campos de prisioneros. Hubo muchos señores Popescu o Kovács con acento polaco, mostachos recientes y pasaportes recién impresos viajando por Europa aquel invierno. Todos hacia París.
Tradicionalmente Francia había sido el lugar al que, después de que sus gallardas –y generalmente desesperadas– sublevaciones contra los invasores –generalmente rusos– hubiesen sido aplastadas –generalmente ante la comprensiva inactividad de Francia–, los polacos habían ido a refugiarse, lamer sus heridas, encandilar a las damiselas de los salones tirándose su rollo de apátridas atormentados, tan romántico –muchos de los exiliados, especialmente los de 1831, habían sido poetas pasables–, y tramar la siguiente ronda de insurrecciones patrióticas que acabarían igual, o peor, de mal.
Allí había ido en 1792 Kosciuszko –padre lo mismo de la patria polaca que de los ingenieros del US Army–, escapando de los rusos, (y en 1775 escapando de asuntos de faldas), igual que Pulaski –padre de la caballería del US Army–, había ido en 1771. Formar ejércitos en Francia, o para Francia, era algo que a aquellas alturas un polaco podía hacer con los ojos cerrados. Haller había reunido 100.000 hombres entre emigrantes americanos retornados, prisioneros desertores de los ejércitos imperiales y polacos de la Legión Extranjera en 1918. Ciento veinte años antes, Dabrowski le había organizado a Napoleón en Italia las famosas Legiones polacas con los restos del Ejército Polaco que habían escapado de las Particiones y todo niño calavera de la buena sociedad varsoviana que consiguió cruzar Europa para unírsele.
A pesar de la condescendencia, tan francesa, con la que París los trató, inmiscuyéndose en sus asuntos políticos y escatimando armas y pertrechos, Sikorski reunió más de 80.000 hombres. La mayoría de ellos eran en realidad polacos que habían emigrado por la otra gran razón por la que los polacos han emigrado siempre –el hambre–, y estaban en Francia trabajando, pero casi la mitad eran los señores Popescu, soldados de carrera con una alta tasa de oficiales y técnicos –pilotos, artilleros, mecánicos, carristas–, entre ellos. Sikorski los puso a disposición de Francia.


"¡A darlo todo, Mister!"
Abril de 1940. Polacos vestidos de franceses camino a Noruega.

Dispusieron de ellos a su antojo. Los polacos de Narvik zarparon con la secreta esperanza de ir a vérselas con los rusos en Finlandia, donde ya combatían como voluntarios muchos compatriotas evadidos a través de Lituania. Durante los 5 primeros meses de 1940 hasta creyeron que se estaba rifando una declaración de guerra a Stalin, pero como lo único que sobraban era motivos, para una vez que las democracias occidentales podrían haber hecho una quijotada digna del nombre, se arrugaron.
Soldados veteranos con ganas de jarana es algo que nunca viene mal en un país que, a pesar de estar en guerra, era bastante abúlico en lo referente a batirse pero, lamentablemente, Francia estaba más allá de cualquier ayuda.


Viejas tradiciones polacas
Hay una anécdota de Churchill que dice que le preguntaron, en lo más negro del verano del 40, qué pensaba hacer si los nazis desembarcaban en Inglaterra. Contestó algo así como que pensaba agarrar un Tommy Gun, bajarse al bunker que había al final de Downing Street y defenderse allí hasta que se le agotase la munición. Los polacos eran de los pocos con los que podía contar para que le pasasen los cargadores y los puros.
Como fuerza militar eran mucho más útiles que todos los demás exiliados llorones que pululaban por Londres. Disponían de más fuerzas que noruegos, checos, belgas y holandeses juntos. Casi 35.000 de ellos habían conseguido escapar de Francia, evacuados por la Royal Navy o evadiéndose a través de media Europa y parte de África. Y, a diferencia de los franceses libres que de momento sólo eran aventureros y patriotas que se presentaban a título personal mientras en casa sus conservadoras familias se lamentaban lo mismo de la desgracia nacional de tener que ver a los alemanes por sus alamedas que de la familiar de tener a un hijo calavera con los pirados de De Gaulle, ellos venían en packs de unidades completas, con sus mandos naturales. De hecho, tenían tal superávit de oficiales que muchos de ellos tuvieron que servir como tropa.
Los ingleses estaban encantados con aquellos tipos que siempre iban de punta en blanco, gastaban en colonia, aprendían el idioma –no como esos franceses–, ayudaban a las ancianitas a llevar la compra, nunca levantaban la voz y sólo perdían los papeles cuando se trataba de matar alemanes (o derribarlos con sus Messerschmitts envueltos en llamas). Especialmente los ingleses católicos sentían una gran simpatía por ellos, y no era raro que las familias católicas adoptasen a alguno para que pasase en su casa los permisos.
No tenían donde caerse muertos, pero encontrarles donde no iba a ser problema.


Bucólica estampa anglo-polaca.
La 1ª División Acorazada (DAC) Polaca de maniobras.
(Foto PISM-Polish Institute and Sikorski Museum).

El Gobierno Polaco en el Exilio ya era harina de otro costal y causó tal cantidad de problemas diplomáticos y políticos que hace que incluso De Gaulle, que no era precisamente un tipo fácil, pareciese un fraile mercedario. En honor a la verdad, no dio demasiados hasta que en abril de 1943 se supo lo de Katyn.
Antes de eso había sido bastante cooperativo, incluso aceptando una alianza de Stalin en el verano del 41 bajo los auspicios de Londres, y no dando mucho la paliza con los “ya os lo dije”. Pero a partir de saberse lo de Katyn no dejaron de armar follón convirtiéndose en un dolor constante para los angloamericanos en el momento en que Stalin tenía todos los triunfos. Churchill podría haber ido a Teherán con pruebas fehacientes que Stalin comía niños polacos para desayunar, pero este se hubiese podido limitar a contestar, “Sí, pero mis tropas llevan el peso de la guerra contra Alemania”, mientras se limpiaba los morros con el mantel y ahí hubiese terminado la conversación.
Obviamente los tecnicismos sobre fronteras, trato a prisioneros y “qué hay de lo míos” de un grupo de exiliados cuyo único capital era su romántica disposición a partirse la cara ya no eran tan graciosos. Por desgracia, con los soviéticos en escena, otra cosa no, pero carne de cañón había para aburrir, y el peso político del Gobierno de Londres decrecía, paradójicamente, en la misma proporción que el número de sus combatientes no dejaba de crecer.
El día de cobrarse las deudas, al menos las alemanas, de bolsa a bolsa, del Bzura hasta Varsovia, donde el Armija Kraiowa (AK), el Ejército del Interior en la clandestinidad, estaba en ese mismo momento, dejado en la estacada por los soviéticos, encerrado en una trampa mortal luchando entre las ruinas de la ciudad con algunas de las unidades menos románticas de la amplia selección de destripaniños que los alemanes habían empleado en el Frente Oriental, llegó finalmente el 17 de agosto de 1944.
La 1ª DAC Polaca –cuyo emblema era el yelmo emplumado de los húsares polacos de Jan Sobieski que habían salvado Viena de los turcos mientras su propio país era despedazado–, cabalgó a rienda suelta al encuentro de la 2ª DAC de Leclerc –a cuya vanguardia cabalgaban otros quijotes de manual, los republicanos españoles de La Nueve–, para cerrar la trampa mortal de Falaise. Enlazaron en Chambois con la 90ª División norteamericana, pero la batalla crítica para mantenerla cerrada se dio a unos 5 kilómetros al este, sobre un pequeño promontorio, la Cota 262, que dominaba las dos últimas carreteras que quedaban a los alemanes para escapar.
Atrincherados allí, literalmente sobre el corcho de la botella, y paradójicamente cercados ellos también, 1.500 polacos mantuvieron dentro a los 100.000 alemanes que, sometidos desde tres lados a una de las concentraciones de artillería y fuego aéreo más letales de la guerra, trataban desesperadamente de escapar hacia el oeste, y fuera a las dos divisiones SS Panzer que contraatacaban furiosamente desde el este para rescatarlos.


Interior de la bolsa de Falaise.
Destrucción cortesía de las fuerzas polacas libres en Mont Ormel.
(Foto PISM).

Tres días y 325 tumbas polacas más tarde, los canadienses enlazaron finalmente con ellos sellando definitivamente la bolsa y el destino de la Wehrmacht en Francia.
Los polacos libres lucharon como leones allá donde fueron. Con la pericia táctica de un alemán, la determinación, de ser necesario suicida, de un soviético y con los mejores medios anglo-americanos a su disposición. Exactamente igual que todos los polacos más o menos libres que se habían dejado matar con gran pericia táctica, tenacidad romántico-suicida y los más vistosos uniformes por todo el mundo, desde Savannah a Somosierra, creyendo que sus patrones, después de haberles ayudado con lo suyo, se estirarían y les pondrían un pisito. Y los engañaron como a chinos. Otra ancestral tradición polaca.
Los húsares polacos, como señaló con sorna Boy-Żeleński, siempre se lanzaban a la carga hacia cualquier punto donde no se les había perdido nada.


Los malvados polacos del este
Stalin, que había sufrido una de sus escasas derrotas a manos de esos húsares, tenía sus propios planes para ellos. Dos millones de polacos fueron transplantados desde la zona de Polonia que ahora era la URSS en 1939-40. Mujeres, ancianos y niños más los militares, profesionales e intelectuales que habían sobrevivido a la primera ronda clasificatoria –los incidentes tipo Katyn–, acabaron en Siberia.
Se calcula que la mitad de ellos estaban muertos para cuando, con los cañones nazis tronando a las afueras de Moscú, el Padrecito decidió reconsiderar su postura. Uno de los términos de su alianza con los polacos de Londres fue su liberación y la formación con los supervivientes de un ejército. Pero cuando se dio cuenta de que lo que Sikorski tenía en mente era un ejército aliado de verdad, con sus mandos independientes, y no un mero apéndice del Ejército Rojo con sombreros divertidos el buen rollo se acabó muy rápido. Los 115.000 polacos, combatientes y civiles, que se habían ido concentrando bajo el mando de Anders en el Asia Soviética, prefirieron aceptar la, inaudita, oferta de Stalin de pasar a Irán en marzo de 1942.
El contingente que consiguió llegar a Palestina, después de sobrevivir al gulag y a una de las largas marchas de la Historia, daría origen a dos de las variedades de cabrón con pintas más duras, implacables e indestructibles de la historia militar. Los polacos libres del II Cuerpo de Anders que tomó Monte Cassino y el combatiente judío del Irgún, pero esa, es otra historia.
Ahora que se había desecho de los que tenían ideas propias, Stalin organizó sus propios polacos, según sus ideas. Empezó modestamente. Con los que habían perdido el tren de Anders formó una división de infantería que, con ese sentido del humor tan peculiar suyo, bautizó como División Kosciuszco, y puso bajo el mando de Berling, un auténtico realista polaco que había desertado de dos ejércitos polacos diferentes, el último, el de Anders.
Peinando los gulags encontró suficientes polacos para que su Ejército Popular Polaco, o LWP en sus siglas polacas, fuera creciendo lentamente desde su bautismo de fuego en Lenino hasta que el Ejército Rojo alcanzó las fronteras de Polonia, primero las que no pensaba reconocer y a los 6 meses las otras. Allí pudo –practicando otra gran tradición polaca, la conscripción forzosa en los ejércitos rusos–, conseguirse sus propios polacos combatientes. Más del doble que los de Londres y que, además, estaban liberando Polonia en lugar de andar mariposeando por ahí en Cassino o Falaise. Poniéndoles un gobierno a juego, Stalin tenía la sartén por el mango en lo tocante al futuro político del país.
Se encuadraba a los conscriptos con polacos de confianza, pero como no había muchos de estos, –Stalin se había cepillado al microscópico partido comunista local antes de la guerra–, allí donde faltaban cuadros, o personal técnico o especializado se completaba con rusos.
Era normal poner oficiales y técnicos rusos en todas las unidades “nacionales” soviéticas, pero en el caso de los polacos el porcentaje fue mucho mayor de la media (entre un 40 y un 60% en tierra, casi el 90% en las unidades aéreas). No se sabe si por la misteriosa falta de oficiales o la evidente de confianza. A veces hasta los polacos de confianza llevaban tanto tiempo siendo de confianza que ya ni siquiera hablaban el polaco correctamente.
Como el mariscal Rokossovsky, que como ministro de defensa de la Polonia de postguerra controlaría el país de forma no muy diferente a como Beresford llevó Portugal después de la Guerra Peninsular. Stalin ordenó a Rokossovsky detenerse ante las puertas de Varsovia y dejar que los alemanes se tomasen su tiempo con el Alzamiento, pero no pudo impedir que Berling intentase por su cuenta un cruce del Vístula para socorrer a la ciudad. Un gesto tan romántico y desesperado –sin apoyo soviético no fueron muy lejos–, como cualquier otra cosa que los polacos hubiesen hecho durante aquella guerra y varias de las anteriores


¿Quien dijo que Stalin no tenía sentimientos?
Soldado polaco es autorizado a desplegar una bandera polaca
para celebrar la liberación de Varsovia 5 meses demasiado tarde.

Sin oficiales ni técnicos cuya superabundancia permitía a los polacos libres formar unidades –divisiones acorazadas, escuadrones aéreos–, de alto valor añadido el LWP no tenía mucha oportunidad de comerciar con su disposición a matar alemanes. En la URSS lo peligroso era no tenerla. Compuesto principalmente de infantería, estaba reservado para su usó como carne de cañón en teatros bastante secundarios.
Como la toma de Kolberg, una ciudad que los alemanes estaban dispuestos a defender hasta el último aliento para dar tiempo a sus civiles a ponerse a salvo de las barbaridades soviéticas. Como Kolberg, futura Kołobrzeg, ya estaba decidido que fuese Polonia después de la guerra el único interés de la batalla para los polacos, a parte del de la revancha, fue el del nuevo propietario.
Una cosa interesante del LWP es que generalmente sufría muchos más desaparecidos que bajas. Es poco probable que los alemanes hiciesen prisioneros, y menos aún polacos a aquellas alturas, y como no han aparecido miles de cadáveres, lo más seguro es que esa sea la respuesta de los polacos a los métodos de reclutamiento del LWP.
Muy pocos polacos de las unidades libres del oeste “desaparecían”. Incluso después de palizas sin sentido como la de Cassino, se presentaban al día siguiente, bien peinados, oliendo a colonia y con ganas de matar alemanes. En realidad generalmente “aparecían” polacos de todas partes en esas unidades. Desde maquisards, hasta desertores de la Wehrmacht o prisioneros evadidos, cuando una unidad polaca pasaba más de dos días en un pueblecito de Francia o Italia solía marcharse con más hombres de los que había llegado.
En uno de esos gestos contradictorios de Stalin el LWP tuvo el, dudoso, honor de participar en la última gran carnicería de la guerra en Europa, la batalla casa por casa hasta el centro de Berlín. Comunistas o no, forzados o no, con una cosa podías contar en la primavera de 1945. Si soltabas unos miles de polacos y te asegurabas que no les faltase munición, limpiarían de alemanes lo que fuese. Stalin les dejó hacer ondear su bandera sobre las ruinas, un honor que no permitió a nadie más. Después se puso a recortarles un nuevo país.
Gran Bretaña, que había ido a la guerra por la independencia de Polonia, tuvo que tragar y callar. Los yanquis tenían, todavía, interés en tener a Stalin contento para darle la puntilla a Japón. De Gaulle –que había combatido junto a ellos contra los bolcheviques en 1920– acabó resultando su único amigo de verdad, pero De Gaulle apenas pintaba nada en las grandes reuniones donde se decidió el futuro de Polonia, y, como a ellos, no se le invitaba a las discusiones realmente importantes.
Algo menos de la mitad de los miembros de las fuerzas armadas polacas libres intentaron volver a su patria con la esperanza de establecerse y vivir en paz. El país al que volvieron, además de arrasado a nivel, estaba en plena guerra civil. La mayoría acabaron en campos y cárceles por “criminales fascistas”. El nuevo régimen, que de todos modos ya los veía sospechosos, no podía arriesgarse a permitir que más de 100.000 veteranos fogueados desde Tobruk hasta Wilmeshaven se uniesen a los partisanos anticomunistas.
Durante la liberación el Ejército Rojo había dejado que las unidades del AK de las zonas donde operaba se partiesen el pecho ayudándoles a expulsar a los alemanes para acto seguido desarmarlas y purgar a todo miembro superviviente de las mismas que no les cayese simpático, que eran la mayoría.
Los que no se dejaron engañar volvieron a sus bosques y continuaron la lucha de resistencia contra el invasor que habían comenzado 6 años antes. Se lanzó al LWP –cuyos conscriptos eran tan católicos y rusofobos como cualquier partisano del AK–, y tropas soviéticas contra los “hombres del bosque”, pero si habían sobrevivido a lo mejor que Dirlewanger podía hacer, había poco que los comunistas pudieran enseñarles. Finalmente el régimen tuvo que acceder a una amnistía para que bajasen del monte en 1948.
Exiliado tras el fracaso de la insurrección de 1831 Adam Mickiewicz –uno de los tres grandes bardos del alma polaca–, escribió que la nación polaca había vuelto a ser crucificada y enterrada. Mickiewicz, que fue de los que trabajaron, y no sólo con la pluma –organizó un batallón de polacos libres que se patearon las guerras de unificación italiana de 1848-49–, por su resurrección lo dijo pensando en las previsibles proporciones de la represión zarista que se avecinaba, pero en 1948 su alegoría de Polonia como el Cristo de las Naciones volvía a parecer extrañamente apropiada.
Sólo que en 1948 no había sido la resurrección de una Polonia independiente, que Mickiewicz esperaba ver materializarse en forma de una improbable intervención de alguna benévola potencia occidental –Francia, por ejemplo, para congraciarse con la cual acabaría muriendo de cólera en Estambul mientras trataba de organizar una legión –otra más– de polacos libres que lanzar contra Rusia durante la Guerra de Crimea–, sino su sacrificio, para evitar el cual tampoco se produjo intervención de benévola potencia alguna de las varias por cuyo afecto se habían dejado matar los quijotes del Vístula, el que había salvado a todas las naciones de la tierra.
O al menos, como no dejaría de señalar un buen realista polaco, a la mitad de ellas.





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Imagen de cabeza: Idzie ułan borem lasem - El ulano paseando por el bosque, (creo), óleo de Jerzy Kossak, 1921 (Imagen digital tomada de Galería Malarstwa Polskiego).
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Comentarios libremente inspirados en:

Davies, Norman (2001): Heart of Europe. The Past in Poland's Present. (Oxford: OUP).
Keegan, John (1982): Six Armies in Normandy. From D-Day to the Liberation of Paris. (Londres: Pimlico). Edición castellana más reciente: Barcelona: Ariel ,2008.





6 comentarios:

  1. Un artículo muy bueno.
    Llevo 12 años viviendo en Polonia (mi mujer es polaca),y poco a poco he ido descubriendo lo poco o nada que en España sabemos de lo que pasó Polonia entre una y otra guerra mundial.
    Sobre la Segunda Guerra Mundial,los rusos y Polonia te recomiendo leer a Viktor Suvorov (no se si está en castellano).Aquí tienes el link a Wikipedia:
    http://en.wikipedia.org/wiki/Viktor_Suvorov.
    Un abrazo
    Fernando Carton

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  2. Se bienvenido y muchas gracias por tu interés y tus comentarios.

    La verdad, es un tema en el que yo también no dejo de sorprenderme con cada cosa nueva que cae en mis manos. No puedo decir cuando exactamente, pero adelanto que estoy pensando seriamente en hacer otra entrada sobre Polonia durante el periódo entre 1918 y 1939. Queda mucho por decir!

    Supongo que como Polaco de adopción no tengo que recomendarte los libros de Norman Davies, el Hugh Thomas (o Payne) de los polacos.

    Saludos

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  3. Buenas!
    Me ha parecido muy interesante el articulo, y leyendo los comentarios he ido a buscar algo de Suvorov, pero no se si no lo hay en español o es muy dificil encontrarlo... si puede ser se agradeceria una ayudita, ya podria leerlo en ingles pero me costaria mucho :D.

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  4. Este comentario ha sido eliminado por el autor.

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  5. La valentía polaca no era desconocida para mí, qué pena que no hayamos hablado de la carga contra los panzer...jaja.

    Bueno aquí tienes a un fan pidiendo a gritos un artículo de su división preferida de la II G.M.: La 9 de Le Clerc, por eso de poner a los íberos en el teatro de operaciones de la gran guerra II.

    Un saludo.
    P.S.- Soy también el del comentario de la "espinita nuclear"

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  6. Pues tu tampoco eres manco escribiendo. Anda que no me he reído con lo de la madre con las llaves de los misiles. Estoy pensando en copiartelo...

    Lamento el retraso en contestar, pero ya sabes cómo funciona esto.

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