sábado, 23 de octubre de 2010

Mi división favorita



Muchos años después, deambulando por Google, topé por accidente con el cuadro que abre esta entrada. La escena se me hizo inmediatamente familiar. La carga de los Highlander en la primera noche de El Alamein es una escena bien digna de ser representada, después de todo, y lo ha sido, por su dramatismo e importancia, en muchas ocasiones y diferentes formatos. Pero yo ya había visto aquello, exactamente ese momento que se ve en el cuadro, antes. Mucho antes.

La composición era diferente. No había escorzo, ni las cabezas encogidas bajo el peso de un diluvio de fuego como se ve en Jocks at El Alamein de Michael Stride, sino una ola sólida y vociferante de miradas determinadas, largas bayonetas, (¡esas largas bayonetas británicas!), y kilts a punto de romper sobre unos alemanes cagados de miedo con toda la pinta de ir a quedar sepultados entre aquel muro de escoceses que cargaban hombro con hombro y el macizo bloque del trepidante título, (letras con reborde de sierra, nada menos), de la historieta de Hazañas Bélicas: “¡Las damas del infierno!”
Aquello fue bastante antes, diez años lo menos, de que con Braveheart lo de pintarse la cara de azul y el rollo escocés se volviese mainstream, así que os podéis imaginar la extraña mezcla de ambigüedades con las que un chaval podía leer una historia de unos tipos con falda por muchos búnkeres nazis que reventasen a granadazos, (los sostrozos arrancados con los dientes, of course). Y sin embargo supe allí mismo que los escoceses serían mis favoritos.
Otros amigos que compartían, más o menos, mis aficiones por aquellos asuntos tan poco populares de batallas, generales y soldados eran más de los Marines americanos, con aquellos cascos camuflados que parecían el no va más en aquellos tiempos en que tu primo que había hecho la mili, y por tanto máxima autoridad automática en asuntos militares, la única prenda de camuflaje que había visto eran los uniformes de los lejías, y de lejos, en unas maniobras. Otros, nunca les alabé el gusto, pero para gustos los colores, se decantaban más por la germanidad motomecanizada de los “cabezas cuadradas”, e, incluso, de sus primos de negro.
Pero ningún otro cuerpo de la Guerra, y entonces aún sólo parecía haber una guerra, –las películas de Vietnam eran para mayores de 18 en el cine y demasiado recientes para que las diesen en la tele–, podía, para mí, superar a los escoceses. Aquellos tipos que podían ganar incluso después de muertos, como en Los Inconquistables de Cecil B. De Mille, y que marchaban al combate precedidos por aquellos extraños instrumentos chirriantes que, sin embargo, hacían que el corazón se acelerase y a uno le diesen ganas de marchar aunque fuese pasillo de casa arriba y abajo con un palo de escoba al hombro.
Poco después supe que también se tocaba la gaita en Asturias y Galicia. Sin poderme explicar porqué los regimientos asturianos y gallegos no marchaban también al son de las mismas, sostuve durante algún tiempo la teoría, bastante razonable, de que ahí, o muy cerca, debía radicar la razón de la decadencia militar española. Solo podía deberse a la incapacidad de formar unidades de gallegos y asturianos con sus gaiteros. ¿De qué iba a haber resistido Gibraltar un asalto en regla debidamente encabezado por unos regimientos de montañeses locales con sus gaiteros al frente?
Con el tiempo, la edad y los desengaños descubriría muchas cosas sobre los regimientos escoceses del Ejército Británico, sobre los motivos de la decadencia militar española, la tradición militar escocesa en general o la sutil distinción entre habitantes de las tierras altas y bajas. Me esperaban desengaños aún más amargos.
Por ejemplo, que el sobre sorpresa de Montaplex de escoceses lo que traía, en realidad, eran unos Highlanders, como de la guerra de Crimea, con sus mosquetes, sus gorros con plumas de avestruz y un tambor, que sólo venían en dos posturas, en pie y rodilla en tierra. Lo cual estaba muy bien para representar la famosa delgada línea roja, (originalmente, por cierto, “una tenue pincelada encarnada coronada en acero” del 93º de Highlanders), pero no eran los agresivos fusileros de El Alamein con kilt, casco de plato y Lee-Enfield de larga bayoneta que yo buscaba.
La mayoría de las cosas que fui descubriendo, de hecho, y para mi desconsuelo, desmentían la realidad según aquel Hazañas Bélicas. Supe que los escoceses de aquella noche pertenecían a la 51st (Highland) Division, y que die Damen von der Hölle, habían sido, en realidad, sus antecesores de la Primera Guerra Mundial. Y tuve que aceptar que aquella noche fue más bien como la pinta Stride, con los hombres encogidos sobre sus fusiles y los dientes apretados.
Tampoco es que Stride vaya a pasar a la historia de la pintura, ni siquiera la de batallas. Lo del reflector marcando la dirección del avance es una licencia artística. Ese marrón se lo endosaron a jóvenes oficiales subalternos armados de un compás y un revolver que pagaron una de las tasas de bajas más altas de la batalla por el privilegio de guiar a sus unidades al asalto a través de un desierto sin puntos de referencia, pero, como esa, llegué a conocer muchas otras, y terribles, cosas sobre lo que son los ejércitos, para qué sirven las guerras y qué pasa realmente en las batallas.
Pero nada de lo que descubrí, ni siquiera enterarme, –y fue un duro golpe–, que nadie aquella noche llevaba  kilt, –prohibido por el War Office al comienzo de la guerra–, me ha hecho cambiar jamás la decisión que adopté con aquel tebeo en las manos. Son las cosas tristes y terribles por las que he descubierto durante estos años que tuvo que pasar, de hecho, las que hacen que la División Highland me caiga bien y nunca haya dejado de ocupar el puesto de favorita entre mis favoritos.


El peso de una tradición
La tradición militar escocesa ya era larga y orgullosa antes de comenzar las guerras mundiales. Sólo la historia de los regimientos de Highlanders se remonta, lo menos, al s. XVIII, cuando los ingleses, paradójicamente los descubridores del remedio patentado, –una flemática línea de fuego y el nunca bien ponderado doble bote de metralla–, contra la, hasta entonces, irresistible carga fanática del highlander habían tenido el detalle de dar a los habitantes de las tierras altas escocesas, –los únicos tan pardillos como para seguir al bueno de Carlos Estuardo–, la oportunidad de no morir de hambre comprándoles su principal producto de exportación: la acometividad de su infantería.
Esa tradición que durante doscientosypico años los regimientos de Highlanders habían exportado, para ruina de tantas y tantas otras razas marciales, a los cuatro confines del Imperio al servicio de su invasor, era, a pesar de la paradoja, una parte muy íntima de la identidad escocesa. El escocés, y especialmente el highlander, extraía un placer especial de señalar que los regimientos más fieros, y pintorescos, del ejército británico, –para muchos la aportación más visible de Escocia a la vida británica–, no hacían más que continuar una tradición nacional escocesa, lo que reivindicaba la hombría colectiva de una nación que, después de todo, se consideraba sometida aunque fuese de un modo bastante de andar por casa.
Penúltimo episodio de esa tradición, la 51st se formó en 1908, cuando las reformas Haldane aprovecharon para convertir a los grupos de voluntarios paramilitares que proliferaban como setas en el ambiente de exaltación nacionalista previo a la Gran Guerra en el Territorial Army (TA). Una reserva, voluntaria, a tiempo parcial y estrictamente local, cuyas divisiones tomaban el nombre de las regiones donde reclutaban, y se encargarían, sin salir de ellas, de la defensa metropolitana mientras el ejército regular se ocupaba de los asuntos serios en ultramar.
Desgraciadamente después de las carnicerías del otoño de 1914 el TA tuvo que hacer lo que las reservas de los demás ejércitos europeos. Rellenar los huecos. Hombres que se habían alistado para pasar los fines de semana jugando a los soldaditos con los amiguetes se encontraron de golpe y porrazo, muchos de hecho se ofrecieron voluntarios, en primera línea en Flandes.


Las Damas del Infierno originales, o lo que queda de ellas.
Frente Occidental, 1916.
(Foto IWM)

Con todo la 51st tuvo suerte durante la Primera Guerra Mundial. Fue la primera de las divisiones escocesas en llegar a Francia, pero lo hizo por etapas y así sus unidades tuvieron unas semanas para irse aclimatando a la guerra de trincheras antes de que la división, como tal, se viese implicada en alguna de las grandes ofensivas que dieron la fama que tiene al generalato inglés de la Gran Guerra.
A principios del siglo XX la noción romántica de la garra y acometividad del highlander lanzado a la carga al arma blanca seguía cautivando a los ingleses, algunos de los cuales, como sabemos, siguieron abogando por el frío acero algo más de lo que hubiera sido saludable. Pero, aunque la 51st aún haría un buen montón de trabajo de bayoneta como punta de lanza en Arras, Cambrai y las ofensivas finales, lo que la convertiría en una unidad de choque de renombre sería el método con el que sus planas afrontaban el planeamiento, la coordinación y la ejecución de las operaciones necesarias para romper un sistema defensivo alemán.
Puede que la división conservase una identidad, y un aspecto, particulares porque vendía acometividad, acompañada incluso de música de gaitas, pero la entregaba envuelta en devastadoras barreras de artillería, nubes de gas y apoyo de tanques, y sus batallones lanzaban la temible carga escocesa de antaño en bien coordinadas oleadas sucesivas.
Tener reputación de cumplidora tenía sus ventajas. Significaba, por ejemplo, que Haig en lugar de dejar que los contraataques y la artillería y la miseria de la vida de trinchera te desgastasen, prefería sacarte pronto de primera línea, aunque fuese para lanzarte de morros sobre otro sector aún intacto del frente enemigo. Y funcionó. A pesar de formar en la primera línea de asalto de la mayoría de las grandes ofensivas británicas entre 1916 y 18, la 51st fue la división escocesa que menos bajas sufrió y la que volvió a casa con una reputación mayor.
Cuando estalló la Segunda Guerra Mundial la 51st (Highland) Division volvía a ser una tranquila división territorial, que sólo alardeaba de sus glorias en las mesas de reclutamiento que enviaba a eventos deportivos y culturales, y volvía a estar formada por hombres no muy diferentes a aquellos que habían marchado en 1914. Pescadores de las islas, pastores de Sutherland, mineros de pizarra de Glen Coe, carteros y dependientes de comercio de Inverness. Hombres del campo y de clase obrera, mandados por otros hombres, –maestros, abogados–, de estudios o profesiones liberales.


Send in the brave territorials...
Reservistas de la Highland Division instruyéndose
en la esgrima de fusil en mangas de camisa.

(Foto IWM H93 vía www.51hd.co.uk)

Gente establecida, con familia la mayoría, que asistían a teóricas en escuelas y locales comunales los sábados por la noche, antes de asistir al pub, hacían instrucción de compañía unos cuantos fines de semana y sólo veían a sus batallones al completo la semana anual de campamento. Puede que estuviesen criados a la sombra de las historias de sus mayores, desde Bannockburn a la Gran Guerra –un padre o un suegro contando, otra vez, lo que fue Beaumont-Hammel cada cena de Navidad–, pero parecían los herederos menos probables de una tradición guerrera que se remontaba, lo menos, al oscuro celta de aquel poeta inglés del XVIII, (donde oscuro podía intercambiarse perfectamente por animal salvaje o cosa similar). Y sin embargo el orgullo militar de las Highlands descansaba sobre sus hombros más que sobre los de ningún otro que vistiese kilt en el Ejército Británico.
A pesar de los orgullosos títulos toponímicos de la mayoría de sus batallones, el ejército regular británico hacía mucho que asignaba a sus reemplazos según su conveniencia ignorando filiaciones geográficas. Eso significaba que los batallones regulares de los 5 únicos regimientos de Highlanders del Ejército estaban llenos de Sassenachs, incluida canalla tal como habitantes de las Lowlands, que se limitaban a ponerse el kilt y hacer el paripé.
La 51st, en cambio, como división territorial seguía reclutando, y lo hacia exclusivamente, en los condados de donde habían salido los primeros Black Watch, Argyll&Sutherland, Gordon, Cameron, y Seaforth Highlanders originales así que en cuestión de escocesidad, sus batallones eran bastante más escoceses que el mismísimo William Wallace (un segundón de la nobleza galesa, por más señas).
Lo cual era también una carga muy pesada. Demasiado, quizás, para una división tan patéticamente mal preparada.
Como parte de la expansión después de Munich las divisiones territoriales habían sido partidas por la mitad, formando unidades territoriales gemelas, a donde se enviaron los territoriales más talluditos, que se quedarían atrás guardando el fuerte mientras las de primera línea, rellenados los huecos con conscriptos, irían a ultramar. Después de eso la 51st no era una división, no pasaba de una amalgama de unidades territoriales que por falta de fondos no se habían entrenado como una división, ni se habían reunido en un mismo lugar desde 1919, hasta que no se concentraron en el campo de maniobras de Aldershot camino a Francia.
Para rematar, a Gran Bretaña no le sobraban armas, y los territoriales estaban muy abajo en la lista para recibir las pocas que había. Buena parte de su equipo había tomado parte en las gloriosas acciones que habían dado a la división su reputación y, por ejemplo, las brigadas de infantería sólo contaban con 9 de los 18 cañones anticarro que les correspondían. Una cuestión importante a la hora de enfrentarse a uno de los asaltos acorazados de manual de la Historia.


Nemo me impune lacessit
La 51st zarpó hacia Francia a principios de 1940 bajo el mando del Major-General Victor Fortune, un tipo que durante aquel año no tendría ni victoria, –acabó siendo el prisionero británico de más alto rango en Alemania–, ni mucha fortuna.
Los Highlanders fueron enviados al Saar a guarnecer un sector de la línea Maginot, como parte de un programa de inoculación al combate. La idea no era mala, y le había supuesto muchos beneficios a la 51st en la anterior guerra, pero no en esta. Se suponía que era un arreglo temporal y que la gracia de todo el asunto era que pasasen por allí cuantas más divisiones británicas mejor, pero, un efecto secundario de la Drôle Guerre quizás, las cosas se acabaron liando y cuando empezó el ataque alemán, la 51st seguía aún bajo mando francés y a 500 kilómetros del resto de la BEF.


Sí, el kilt estaba prohibido en combate...
y sí, seguían llevándolo.
Un Cameron monta guardia en uno de los fuertes
de la Maginot a beneficio del corresponsal.
(Foto IWM O 228 vía www.51hd.co.uk)

Durante los primeros días de la Batalla de Francia no le fue mal. Rechazó los tímidos ataques alemanes a la Maginot, pensados más para fijar fuerzas francesas que otra cosa, y la mayoría del terreno que tuvo que ceder fue para mantener el contacto con las unidades francesas a sus flancos. Luego los franceses la convirtieron en parte de su reserva estratégica y la división comenzó un periplo que la llevo a recorrer media Francia, –preciosa en aquella época del año–, para acabar a finales de mayo junto a la costa del Canal en la línea del Somme, tratando de salvar lo insalvable.
A pesar de los mejores intentos de De Gaulle y la Highland los contraataques contra las cabezas de puente en Abbeville fracasaron. De Gaulle llegaría a decir que el arrojo y la tenacidad de aquellos escoceses aislados fue una de las cosas que le inspiró a seguir dando guerra, pero ya se sabe que De Gaulle era más francés que la misma Francia, –si es que Francia no era él en todo caso–, y es normal que lo único procedente de las islas británicas hacia lo que estuviese dispuesto a reconocer alguna conexión fuese la Auld Alliance.
En cualquier caso, perdida la línea del Somme, a Fortune, que para entonces mandaba también el equivalente a otras dos divisiones hechas a partir de retales de otras unidades, principalmente de servicios logísticos, que habían quedado del lado equivocado del Golpe de Guadaña, lo único que quedaba por hacer era recoger los bártulos y poner pies en polvorosa.
Destacó una fuerza de circunstancias, formada alrededor de la 154 Brigada de la 51st para que cubriese su línea de retirada hacia Le Havre, el mayor puerto dentro de su alcance, pero el grueso de su fuerza seguía dependiendo del IX Cuerpo francés, y, para desgracia suya, las otras 5 divisiones del mismo eran de infantería a pie y la artillería toda hipomóvil. En 1940, a pesar de sus muchos defectos, las divisiones británicas de infantería tenían la única ventaja de estar completamente motorizadas. Por desgracia, eso significaba que sus escoceses eran los únicos con los medios, es decir transporte motorizado, para poder librar acciones retardadoras y después romper el contacto con unos alemanes que también se desplazaban, mayormente, a pie. La Highland acababa de presentarse voluntaria como retaguardia suicida.
Lo elegante por parte de Altmayer, el jefe del IX Cuerpo, hubiera sido decir gracias por todo y un placer, y sacrificarse con sus hombres como retaguardia para dar a Fortune oportunidad de retirarse en buen orden, pero a esas alturas, alrededor del 10 de junio, los franceses ya estaban en esa parte de caos y fatalismo que precede a las debacles y no tenían el coño para ruidos, especialmente numantinos. Naturalmente Fortune podría haber dicho bueno, pues hasta aquí hemos llegado, y salir cagando leches hacia Le Havre, pero eso sí que no hubiese sido elegante.
Para cuando consiguió respuesta de Weygand a su solicitud de retirarse, una muy críptica y francesa por cierto, los alemanes ya le habían cortado la retirada. Inasequible al desaliento, Fortune se retiró hacia St. Valéry-en-Caux, un pequeño puerto pesquero donde los Highlander, y algunos franceses, establecieron un perímetro con la esperanza, menguante, de que la Royal Navy aceptase sacarlo de semejante ratonera, vender cara la piel, y llevarse todos los escoceses que pudiese a casa, o alemanes por delante.
Consiguieron resistir unas 48 horas el asalto de dos divisiones Panzer, hasta que finalmente, agotada la munición de artillería y anticarro y con los alemanes dueños de las alturas que dominaban la bocana del puerto, Victor Fortune, un tipo que había hecho la guerra del 14 desde el día 1 en un batallón de la Black Watch, y salido andando sin un rasguño, comprendió que su suerte, que no había sido tampoco para tirar cohetes en aquella guerra, se había agotado definitivamente. A primeras horas del 12 de junio, pidió términos y rindió las fuerzas de su mando.
Batallones diezmados y compañías prácticamente aniquiladas eran testigo de que nadie podría decir que los Highlander de 1940 lo hubiesen de hecho de un modo que pudiese avergonzar ni remotamente a cualquiera de sus antepasados, pero lo que no se puede hacer no se puede hacer, y además es imposible.
Puede que las 8.000 bajas de la división, especialmente contando que 6.000 de ellas eran prisioneros, no parezcan gran cosa. Cualquier división soviética se hubiese hecho budista de mil amores por semejante conteo, pero Escocia, conviene recordar, no era, ni es, un país muy poblado. Y las Highlands son la parte menos poblada del mismo. Durante la Primera Guerra Mundial 300.000 escoceses habían pasado de grado o por fuerza sólo por el ejército y casi 100.000 de ellos no habían vuelto o habían sido heridos. No estaba mal para un país de unos 5 millones de habitantes, más o menos los que tenía Israel cuando las bajas del Yom Kippur se convirtieron en una tragedia nacional.
Las noticias de Francia cayeron sobre las Highland como las de la escabechina de Culloden doscientos años antes, y el hecho de ser una división territorial, y de infantería, significó que las malas noticias se repartieron uniformemente por prácticamente cada casa desde las granjas de Kintyre a los suburbios de Inverness y cada choza entre Pentland y la desembocadura del Clyde.
Su caída sin embargo, había hecho muy feliz a un hombre, un joven y prometedor general de división llamado Erwin Rommel, cuya división Panzer se había apuntado el tanto de conseguir la rendición de los temidos escoceses. Rommel escribió entusiasmado a su señora que la captura de aquella división, cuyo nombre seguramente ya había visto encabezando una lista de las divisiones aliadas que más miedito daban a los alemanes que circulaba por los châteaux de los estados mayores en los que había servido como edecán en 1918, le había producido una alegría especial.


Rommel, encantado de la vida, se hizo sacar esta
foto, obviamente un robado, con su propia cámara
en el puerto de St. Valéry.
A su derecha Victor Fortune, el hombre sin suerte.

(Foto IWM RML 342 vía www.51hd.co.uk)

Dudo mucho que una lista así no pusiese en el top 1 a los australianos o los canadienses pero la historia es buena, y me la creo. Lo que Rommel no podía imaginar, y Fortune podía haberle explicado recitándole el lema de su regimiento, era el marrón en el que se había metido soliviantando a los escoceses.
Cuando por fin los highlanders de una 51st reconstruida fueron a por él, o mejor dicho a por sus hombres porque él estaba en uno de sus oportunos viajes, puede que fuesen, parafraseando a Keegan, tan inocentes a la guerra como un escocés pueda llegar a ser, –después de todo se habían pasado los últimos dos años vegetando en Inglaterra–, pero estaban deseando darle fin del principio hasta que le saliese por las orejas.
Y, por cierto, la mejor representación de lo que pasó aquella noche sigue siendo, para mí, la de Roy Boulting en Desert Victory.




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Imagen de cabeza: Jocks at El Alamein, óleo de Michael Stride (Imagen digital tomada de The Scots at War Trust).
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Comentarios libremente inspirados en:



Doherty, Richard, None Bolder. The History of the 51st Highland Division in the Second World War, (Brimscombe: Spellmount, 2006).
Rommel, Erwin, Memorias. Los años de victoria, (Barcelona: Luis de Caralt Editor, 1953). Edición española más reciente: Barcelona: Altaya ,2008.
Salmond, James Bell, The History of the 51st Highland Division, 1939-1945, (Edinburgh: W. Blacckwood, 1953).
Keegan, John, Six Armies in Normandy. From D-Day to the Liberation of Paris, (Londres: Pimlico, 1982), Edición española más reciente: Barcelona: Ariel ,2008.


3 comentarios:

  1. Muy buena esta entrada de la serie "Tribal". Referencias múltiples y bien traídas, foto de Rommel impagable...se nota el cariño, la de los polacos era más despegada. Sólo un par de notas:

    la germanidad motomecanizada de los “cabezas cuadradas”, e, incluso, de sus primos de negro.

    ¿Ambiguo? De negro van las SS, pero también los tanquistas respecto a sus primos infantes motorizados/mecanizados.

    ¿De qué iba a haber resistido Gibraltar un asalto en regla debidamente encabezado por unos regimientos de montañeses locales con sus gaiteros al frente?"

    Toma y disfruta, hombre....he encontrado la QUINTAESENCIA del militarismo hispano-pangermánico: http://www.youtube.com/watch?v=bf893_lEB4A

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  2. ¡Gran Blog!, da gusto adentrarse en cada post.

    PD:
    Yo tampoco entiendo por qué los regimientos gallegos y asturianos no van precedidos por gaiteros.

    Un saludo

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  3. Muchas gracias a ambos por el interés y los elogios.

    Sobre los "primos de negro", sí, me refería a las SS. Fallo mío olvidarme del color de los uniformes de la Panzerwaffe (nunca fui muy de uniformes, los Osprey que me gustaban eran los de Warrior más que los de Men-at-Arms).

    Sobre los gaiteros. Pues todavía estamos a tiempo de proponérselo a la Chacón, ¿no? :-D

    Saludos!

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