viernes, 26 de noviembre de 2010

Oui, mais, qu'y avait-il vraiment de la France dans le pantalon rouge?



El garance, el emblemático pantalón rojo de la infantería de línea francesa, sigue siendo el pantalón más famoso de la Historia Militar, principalmente porque se le atribuye la muerte de decenas de miles de soldados franceses en agosto de 1914. Lo que, de ser cierto, convertiría a un pantalón en uno de los mayores genocidas de la historia europea moderna.

La anécdota es de sobra conocida así qué, telegráficamente: En 1912 Adolphe Messimy, Ministro de la Guerra francés, propuso adoptar un uniforme de campaña en tonos apagados, algo cuya utilidad ya era materia dada desde la Guerra de los Bóers. Se armó la de San Quintín. Políticos, periodistas y opinadores se unieron a la reyerta. Si Losantos hubiera nacido francés y hace 150 años seguramente se hubiese encontrado en su salsa con aquel asunto.
Para sus partidarios el pantalón rojo que tradicionalmente distinguía a la infantería francesa era como la poción de Asterix. Le daba al soldado francés su élan, –ímpetu, brío–, y, junto a barbas y bigotes, que también habían protagonizado un acalorado debate, el debido aire de tragasables. Era un símbolo nacional, que junto al capote azul formaban los colores patrios, y blablabla.
Finalmente, un airado diputado de la oposición conservadora se puso en pie en la Asamblea Nacional y soltó la frase famosa: “¿Eliminar el pantalón rojo? ¡Jamás! Le pantalón rouge c’est la France!”. Asunto concluido. El garance se queda. Llegó agosto del 14 y los franceses salieron a campaña para ser masacrados como una bandada de pichones rojipantalonados visibles a kilómetros de distancia.
Aunque, naturalmente, el asunto es más complejo, el principal atractivo de la anécdota, y probablemente el motivo por el que ha seguido circulando tanto tiempo, es que transmite perfectamente lo que para la imaginación colectiva ocurrió en agosto de 1914. Una generación entera de hombres jóvenes e ingenuos enviada al matadero por una generación de hombres viejos que los engañaron para que heredasen sus deudas de odio seculares y, de remate, con su estrechez de miras, política y técnica, les condenaron a afrontar lo que se avecinaba con medios anticuados.
Por un lado hay que decir que el que Francia fuese la única que no adoptase uniformes a la última moda no significa que el mismo conservadurismo ñoño no existiese en el resto de Europa. El tipo encargado de explicarle al Kaiser las ventajas del nuevo Feldgrau sobre el vistoso azul prusiano de sus soldados anotó en su diario que aquella fue una de las tardes más desagradables de su vida. Todo el mundo sabía en Viena que Francisco José encontraba el nuevo uniforme gris pálido vulgar. Sólo los ingleses habían adoptado con ganas el khaki después de sus experiencias con los bóers, y décadas de experimentos en la India.
Y tampoco es que Messimy fuese ningún santo en esta historia por mucho que advirtiese de que “el imbécil apego por los colores vivos”, o cosa así, “acabará trayendo crueles consecuencias”. Aunque parezca que la anécdota apunta con su dedo acusador al chovinismo obtuso de una derecha que había llevado a Francia a la debacle, la izquierda moderada a la que él pertenecía había deseado la guerra con igual entusiasmo. De hecho él la había deseado con particular entusiasmo. En abril de 1915 le escribiría a su amante, refiriéndose a su papel en la venida de la guerra, que se había visto a sí mismo como “el hombre adecuado en el lugar adecuado, con el coraje para dar los pasos que eran exactamente los apropiados”.
Al margen del derecho inalienable de todo hombre a tirarse el rollo con su churri, como uno de los miembros más belicosos del gabinete, desde luego sus pasos habían ayudado a traer las crueles consecuencias. Y respecto al apego imbécil por los arcaísmos Monsieur Messimy se había mostrado a finales del verano de 1914, con el ejército francés al borde del colapso, especialmente apegado a la arcaica receta para revigorizar ejércitos a punto de romperse: fusilar, oficiales incluidos, a todo el que no mostrase el debido entusiasmo.


Adolphe Messimy asiste a unas maniobras de preguerra.
Que no os engañen los binoculares, era un romántico incurable.

Tal y como está el patio, no seré yo el que mueva un dedo para defender a un político, ni siquiera uno muerto hace 75 años, y tampoco le veo mucho sentido a defender a los militares profesionales de la Belle Epoque. Teniendo en cuenta que, quien más quien menos, habían estado 40 años preparándose para aquella función, en conjunto, su rendimiento llegado el momento fue patético. Pero sigue quedando la cuestión de si, realmente, esos jerifaltes franceses tan chochos, tan carcas y tan catetos de la caricatura estaban tan en la inopia como se dice por ahí. Y pudiera ser que no.
Después de todo había sido la muchedumbre la que, democráticamente, había decidido pitar en el desfile del 14 de Julio de 1912 a los nuevos uniformes experimentales color reseda. Messimy, al final, no fue más que uno de varios ministros de la guerra que tuvieron que lidiar sucesivamente con el problema de los uniformes desde los primeros experimentos en 1902. Aunque fuese el último en adoptarlos, Francia fue el tercer país del mundo en empezar a estudiar las posibilidades de los uniformes de baja visibilidad. En lo tocante a la tecnología militar, de hecho, el generalato francés fue, reiteradamente, bastante menos carca, cateto y chocho que el alemán durante los 40 años anteriores a la guerra.


Tecnófobos y tecnófilos
Como en todas las guerras, el origen de los problemas de la de 1914 se encuentra en la guerra anterior. Para los franceses 1871 fue una paliza de las que hacen época. Pero las palizas tienen una única cosa buena. Si eres listo aprendes de ellas. Y hay una cosa que hay que conceder a los franceses. Son listos. La mayoría, la mayor parte del tiempo. Así que después de reflexionar detenidamente sobre el caso, –y el racionalismo es un invento francés–, llegaron a tres conclusiones. Habían perdido, uno, porque tenían menos soldados, dos, porque tenían peor equipo, y tres, porque habían ido a la guerra con un aire entre charanga de romería y caravana de domingueros. Dicho lo cual se aplicaron con ahínco a poner remedio.
En lo tercero, desde luego, acertaron de lleno. Para evitar la falta de organización y la movilización tipo camarote de los hermanos Marx de 1870 crearon un Estado Mayor a imagen del prusiano encargado, cuando llegó el momento, de poner dos millones largos de hombres, equipados y listos para el baile, sobre la frontera con precisión y eficacia, con perdón, prusianas. La École Supérieure de Guerre, su guarida, no produjo ningún dúo sacapuntas del genio militar, ningunos Ludendorf & Hindenburg, sólo los técnicos y burócratas, –ese era el objetivo y lo que producía su equivalente prusiano–, necesarios para organizar, equipar, movilizar y desplegar al ejército que tuvo en tablas a los genios alemanes durante cuatro años y, finalmente, los derrotó.
Puede que fuese de lo poco que hiciesen a derechas en aquella guerra pero, especialmente comparado con el desastre de 1870, la movilización general de 1914, un gigantesco ejercicio de gestión logística que abarcó dos continentes siguiendo un horario rígido al minuto y para cuyo control sólo contaban con el teléfono de bocinilla y la calculadora a manivela, les salió redonda.
Sobre los números poco podían hacer con un índice de natalidad estancado, pero eliminando sin piedad prácticamente toda exención del servicio militar consiguieron engañar a la cigüeña y alinear un ejército sólo un poco menor que el de Alemania, cuya prole, como la de Gorgo, era numerosa y beligerante. Contando con la alianza con Rusia, de hecho, esperaban superarlos ampliamente en número.
Respecto a lo del equipo se podría discutir, ya que en Sedan los franceses habían contado con peor artillería pero un fusil mejor, pero en lo referente a la tecnología militar entre 1871 y 1914 se produjo un curioso efecto. El alto mando alemán, estuvo, en general, dominado por conservadores bastante tecnófobos que siempre encontraban una buena razón, –completamente equivocada–, para retrasar todos los avances tecnológicos y tácticos que los innovadores dentro del ejército, –que también los había–, proponían. Ellos que no habían tenido ningún reparo durante las Guerras de Unificación en usar toda innovación técnica a la que pudieron echarle mano, desde el fusil de aguja que había convertido Königgrätz en un auténtico pim-pam-pum, a la artillería de acero de Sedan. Pero es que, como le suele pasar al que gana, los alemanes sólo habían sacado una conclusión de 1871: si funciona, no lo toques.
El ejército francés, en cambio, abrazó con entusiasmo cada avance científico aparecido en esos 40 años, por ejemplo la pólvora sin humo que había creado en primer lugar la necesidad de un uniforme de baja visibilidad. Su inferioridad numérica ya era una buena razón para aceptar la tecnología como multiplicador de fuerza, y la pujanza tecnológica de Francia en aquellos años, en todos los campos, era un buen tónico para un orgullo nacional magullado. Así, mantuvieron una cómoda ventaja técnica sobre los alemanes y también en el campo de adaptar sus tácticas a las nuevas armas.


El Canon Modèle 1897 de 75mm, símbolo de la pujanza tecnológica militar
francesa durante una década, desplegado en batería con su dotación.
Lo mejor, con diferencia, son las caras del personal.
Madre mía el de la derecha... si eso no es mala idea.

Solo gracias a que las humillaciones de Bosnia y Agadir desataron en Alemania una campaña popular para remediar lo que se percibía como una debilidad del ejército empezaron a aprobarse, a partir de 1911, presupuestos militares cada vez más grandes que permitieron alcanzar a Francia en campos como el número de ametralladoras, artillería de tiro rápido o comprar uniformes Feldgrau para todas las unidades del ejército. Otro efecto fue permitir que las cabezas más sensatas comenzasen a relegar a un segundo plano a los más tecnófobos, pero eso no impidió, ya que los jefes de cuerpo alemanes tenían la potestad de entrenar a sus tropas según su criterio, que siguiesen perviviendo tácticas obsoletas más propias de 1815 que de lo que se avecinaba.
Para 1914 el balance estaba demasiado igualado. Ambos bandos tenían ventajas y desventajas. Por ejemplo Francia dominaba en artillería de campaña. El Mle 1897, el soixante-quinze francés, era una maravilla. Disparaba más lejos y rápido, –gracias sobre todo al adiestramiento superior de sus dotaciones–, proyectiles más pesados cargados con un explosivo más potente que su contraparte alemana, que no dejaba de ser un tubo de la generación anterior montado a toda prisa sobre un sistema neumático de recuperación moderno.
A cambio había descuidado su artillería pesada de campaña, los obuses de 105 a 150mm imprescindibles contra atrincheramientos. A pesar de que algunos franceses, como Messimy, –nadie es perfecto, ni siquiera como villano–, habían señalado la conveniencia de disponer de ella, otros, como Joffre, habían decidido que se trataba de trastos enormes y engorrosos, útiles quizás en alguna circunstancia, pero superfluos en la mayoría, que sólo le iban a retrasar en su sacrosanta ofensiva.
No os riáis, porque es exactamente lo mismo que pensaban muchos de los jefes de cuerpo alemanes de sus obuses, y de no haber sido por la clarividencia de Schlieffen, –que supuso que necesitaría potencia de fuego a manta para abrirse camino rápidamente por Bélgica–, y la fijación del Kaiser Willy por todo lo que fuese grande, más largo que ancho e hiciese pum es probable que ni siquiera hubiesen podido dedicarse a ningunearlos y dejarlos bien atrás en sus columnas de avance como al final hicieron.
Pero en esencia las respectivas ventajas y desventajas en campos concretos se anulaban mutuamente y todos trataban, en la medida que diese el dinero, de mantenerlas o subsanarlas. En 1914, por ejemplo, Francia compró sus primeros obuses modernos, y ese julio Messimy, que volvía a ser ministro del ramo, por fin se salió con la suya y aprobó la adopción de un uniforme de baja visibilidad, lo que llegaría a ser el bleu horizon, solo que no dio tiempo a producirlo en cantidad antes de que la guerra comenzase.


Esa maldita manía de atacar
Entonces, si no fue la tecnología, ¿qué falló? Pues principalmente la doctrina. En 1923 J.F.C. Fuller definió la doctrina, muy sucintamente, como la idea general de un ejército. Vamos, cómo se imagina un ejército que va a ser la próxima guerra. Y esa es la pregunta más importante de cualquier guerra. Respóndela incorrectamente y la siguiente guerra va a ser muy corta. O muy larga, como en este caso. Pero en cualquier caso muy desagradable
Hasta 1911, la doctrina francesa fue defensiva y su táctica de infantería la más moderna del mundo. Su leitmotiv táctico era la souplesse, flexibilidad para adaptarse a las circunstancias y el terreno, sentido común y, sólo llegado el momento, las glándulas masculinas.
Lo que ocurrió en 1911 fue que nuestro amigo Messimy nombró para el puesto de mayor responsabilidad militar de la nación a un hombre en cuyas manos acabaría concentrándose más poder sobre los asuntos militares, –desde la estrategia a la instrucción de los reclutas–, del que ningún soldado francés había disfrutado desde los tiempos de Napoleón: Joseph Joffre. Un tipo cuya obsesiva devoción por la ofensiva y persistente empanamiento sobre la verdadera situación del enemigo durante aquel agosto hubiera causado un cuarto de millón de bajas a los franceses lo mismo si hubiesen atacado en impecable camuflaje digital como desnudos de cintura para arriba, embadurnados de ocre y con el pelo estirado hacia atrás con zumo de muérdago.
Joffre entró en escena como un elefante en una cacharrería. Ordenó que en las maniobras los oficiales acompañasen a sus tropas a caballo. Cuando le dijeron que eso podía acabar con la mitad de los generales del ejército, contestó que esa era precisamente su intención. Deshacerse de oficiales amojamados y achacosos es algo que le viene bien a cualquier ejército, pero los motivos de Joffre para deshacerse de los que no podían seguir el ritmo de las operaciones era que su idea general era la offensive à outrance.
Esta fue articulada por Foch, pero tenía sus raíces profundas los escritos de Ardant du Picq, un oscuro coronel caído en 1870, que había teorizado sobre la importancia de los factores morales en combate. Simplificando mucho, su tesis era que gana el que más ganas le pone, lo cual es una verdad evidente que sigue fundamentando la ciencia militar, y la vida misma, hasta el día de hoy. Desgraciadamente los lectores de Du Picq en una Francia acomplejada por la derrota habían reducido su máxima a la voluntad de vencer todo lo puede, cuya validez es más discutible en términos filosóficos y, desde luego, prácticos.
Foch, siempre práctico, propuso que la pura voluntad podría superar a la potencia de fuego moderna porque esta, en realidad, haría más fácil el trabajo del atacante. Pero una nueva generación de pensadores, es un decir, abanderados por Grandmaison, –del que Messimy, por cierto, era fan–, decidió que ni siquiera hacía falta esa ayuda, y acabó reduciendo la refinada y moderna táctica francesa, que siempre fue consciente de la letalidad del armamento moderno, a un sus y a ellos, todo de frente. El élan propio del francés, contenido como sabemos en el garance, haría el resto.


En avant!.
La infantería francesa realiza un experimento sobre
las aplicaciones prácticas de la voluntad de vencer...
(Acuarela de Nestor Outer vía 1914-1918 Première Guerre Mondiale).

Esto nos parece ridículo ahora, porque sabemos como acabó lo de 1914, pero en realidad, la Historia reciente parecía darles la razón. Todo el mundo sabía que el bando con el mejor fusil había perdido en la loma de San Juan, el más ducho con la pala y el Mauser había perdido en Sudáfrica y el que más ametralladoras tenía no había podido evitar la caída de Port Arthur. Los mismos generales alemanes podían recordarse, 40 años más jóvenes, hechos unos pimpollos, tomando Gravelotte a pesar de la potencia de fuego moderna gracias, únicamente, a su fabuloso perímetro testicular.
Lo cierto es que la mayoría de las conclusiones de la doctrina y la táctica francesas no eran necesariamente erróneas, incluso a pesar de Grandmaison. La tesis de Foch sobre la potencia de fuego del atacante, que ha dado para muchos chistes sobre su capacidad profesional, en realidad puede encontrarse en cualquier manual de infantería moderno, donde os explicarán que el paso previo al asalto es eso que se llama “ganar el tiroteo”, o sea, usar la potencia de fuego propia para hacer que el enemigo salga por piernas, agache la cabeza o deje de respirar antes de caer sobre él a darle lo suyo. Pero cómo se llevaron a la práctica ya es otra cuestión, y es ahí donde reside la mayor parte del problema.
Por si después de 40 años aún quedaba suficiente souplesse en el ejército francés para ejecutar la ofensiva a ultranza con algo de método, las siguientes dos decisiones de Joffre se encargarían de eliminarla.
Primero Joffre consiguió convencer al gobierno para prolongar el servicio militar a tres años. Sólo que en lugar de contar con dos quintas instruidas en 1914, hubo que licenciar a los quintos de 1911 que dijeron que a ellos los habían sorteado por dos años y amenazaron con amotinarse si no los soltaban. Consecuencia, en 1914 el ejército francés se componía de la quinta bisoña doble de 1913 y sólo la de 1912 para proporcionar los suboficiales con los que adiestrarla. En un ejército ya crónicamente escaso de oficiales subalternos el resultado fue un notable descenso del nivel de adiestramiento de la tropa, dos tercios de los cuales eran conejos a medio instruir.
Esto probablemente explica la mala puntería de los franceses, –Rommel, que hizo aquella campaña como teniente tiernecito de infantería, menciona en sus memorias su tendencia a tirar demasiado alto–, mucho más que el detalle del centro de gravedad del Lebel, que sólo los más pedantes expertos en armamento portátil conocen. Rommel menciona también otro detalle que los que gustan de escandalizarse con la anécdota de los pantalones suelen pasar por alto. Que a finales de aquel verano en que todos los hombres se habían ido a la guerra la altura del cereal en los campos que habían dejado atrás sin segar era tan alta que ocultaba los pantalones, y hasta hombres enteros, y eran los reflejos del sol en la marmita de metal que los franceses llevaban atada encima de la mochila lo que los delataba.


...con resultados negativos.
(Acuarela de Nestor Outer vía 1914-1918 Première Guerre Mondiale).

Al margen de los peligros del menaje, los oficiales tenían sus propios problemas ya que Joffre también cambió de golpe y porrazo toda la literatura profesional en los once meses previos a la guerra. Lo que significa que entraron en campaña sin haber tenido tiempo material de digerir los nuevos manuales de instrucciones. Con esos mimbres, Francia iba de cabeza al desastre y el color de los pantalones era lo de menos.
Al final de la primera semana de agosto, Joffre, esperando acontecimientos y el inicio de la ofensiva rusa en el este, tenía aún una semana muerta mientras completaba la movilización, pero con 6 cuerpos de regulares ya en posición, decidió dar un poco de espectáculo e intentar una pequeña ofensiva hacia Mulhouse. El 7 de agosto uno de los regimientos de uno de esos cuerpos se encontró frente al pintoresco pueblo alsaciano de Altkirch.
Si su jefe había tenido tiempo de leer el reglamento de infantería de abril de 1914, o las reglas de utilización de regimientos y batallones de diciembre de 1913, no había prestado mucha atención. Los capítulos sobre uso del terreno, reconocimiento y la preparación de la artillería no debían traer muchas fotos así que se los saltó y pasó directamente a la parte del sus y a ellos. Grandmaison hubiese aplaudido con las orejas.
Montado en un hermoso caballo blanco ordenó calar bayoneta y lanzó su regimiento sobre Altkirch formado en columnas. De frente paso ligero, ar. Debió ser una estampa magnífica. El gallardo coronel tuvo suerte. Los pocos alemanes en Altkirch tenían orden de retirarse, así que tomó el pueblo y a pesar de que apenas hubo bajas, hasta se consiguió una bonita herida que debió ser la envidia del casino de oficiales durante lo que fuese que consiguiese seguir vivo. Que no creo que fuese mucho.
Aquellos eran regulares, la flor del ejército francés y habían ignorado las más elementales precauciones tácticas que hasta los nuevos manuales prescribían. Altkirch marcó la pauta para el resto del mes excepto en lo de los alemanes no plantando cara. Pero vamos, que estos, con adecuados uniformes apagados, también eran muy capaces de caer como moscas.


Infantería alemana practica el ataque en formaciones compactas.
Maniobras Imperiales, 1912. En todas partes cocían habas.
(Foto Julius Hoppenstedt. Das Volk in Waffen, Vol. 1: Das Heer. Dachau, 1913).

Al final todo el mundo se lanzó a la carga sobre las ametralladoras y el alambre de espino como una bandada de lemmings entusiastas. El día anterior, frente a los fuertes de Lieja, seis brigadas de infantería alemana, 40.000 hombres escogidos, todos regulares, se habían lanzado en masas compactas, casi hombro con hombro, contra la boca de los cañones belgas. El resultado fue, según un oficial belga, un espeluznante parapeto de 4.000 cuerpos, –los heridos van en cuenta aparte–, pulcramente apilados, en algunos puntos a varias alturas, allí donde las sucesivas oleadas habían sido segadas como trigo maduro.
Después de décadas de prepararse para aquel momento y masivas sobredosis de Homero es como si a todo el mundo le hubiese podido el ansia de gloria. Es normal cometer errores cuando uno se da de morros con el futuro. Pero, para variar, el futuro era una picadora de carne.





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Imagen de cabeza: ¡El terror de las nenas! Una idea del aire marcial que los franceses esperaban en sus soldados. (Modificado a partir de una foto de Ian Summer. En realidad se trata de un cabo de Chasseurs, que no llevaban el garance sino pantalones negros).
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Comentarios libremente inspirados en:

Brose, Eric Dorn (2001): The Kaiser's Army. The Politics of Military Technology in Germany During the Machine Age, 1870-1918. (Oxford: Oxford University Press).
Doughty, Robert A. (2005): Pyrrhic Victory. French Strategy and Operations in the Great War. (Cambridge: The Belknap Press).
Hamilton, Richard F. & Herwig, Holwer H. (Eds) (2010): War Planning 1914. (Cambridge: Cambridge University Press).
Hermann, David G. (1996): The Arming of Europe and the Making of the First World War. (Princeton: Princeton University Press).
Tuchman, Barbara W. (2004): Los cañones de agosto. (Barcelona: Península).



6 comentarios:

  1. Respetado Don Húsar,

    Es un placer leerle, gracias a esa suave mezcla de sabiduría e ironia que usted usa, como buen Húsar que, a fuerza de cargas, ha aprendido el poco valor de todo y el peso del caos y su teoría en la vida. Gracias por permitirnos compartir sus reflexiones. La primera guerra mundial fue el prólogo de la otra guerra, la de los ingenieros (industriales, claro), que vino a continuación. Por ello, si me es permitido preguntar, lo hago ¿Qué opina del valor de la tecnología de cada día en la II Guerra, en el lado alemán, que se estancó (artillería a caballo, por ejemplo), mientras la alta tecnología marcaba (en submarinos o en aviación, por ejemplo), lo que iba a ser el futuro? No tengo palabras para agradecerle su atención.

    El cabo Pérez. Reales Almacenes de Intendencia Militar. Sector alimentos líquidos de alto valor heroico.

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  2. Estimadísimo cabo Pérez,

    Muchas gracias por sus amables palabras y su interés por estos pequeños comentarios y también disculpas por la tardanza en contestar que aprovecho para extender a todos los que me han hecho el honor de tomarse un tiempo en leer y comentar.

    Sobre su pregunta. Mi opinión es que, desde luego, la tecnología fue importante en el desarrollo de la SGM, ¿no lo es en el desarrollo de todo conflicto?, pero difiero algo de su apreciación. Creo que Alemania, -no así Japón-, gozó de asombrosos avances en determinados campos que todos conocemos incluso hasta el final. Sin embargo, el desenlace de la guerra si algo demuestra es que la tecnología superior es muchas veces algo más que unas puntuales prestaciones excepcionales. Como dice, los Aliados contaron con una tecnología superior en campos menos espectaculares quizás, -transporte motorizado, construcción naval, control de calidad-, pero más importantes para vencer en un conflicto industrial.

    Es un tema interesante sobre el que tenía pensado volver, aunque no diré cuando ya que, como ya se habrá dado cuenta por la irregular periodicidad del blog, no puedo dedicarle todo el tiempo que quisiera y hay otros asuntos, como se suele decir, en el horno que esperan su turno.

    En cualquier caso afectuosos saludos.

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  3. Un soplo de aire fresco dentro de los tediosos textos sobre el picado de salchichas que tuvo lugar por aquellos años. Solamente decirte que soy española afincada en Francia y aquí todavía suspiran por recuperar el garance... en fin, que coincido en que son listos, pero sólo a ratos.
    Enhorabuena de nuevo, da gusto leer temas tan escabrosos de manera tan refrescante.

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  4. Muchas gracias Cris, hacemos lo que podemos.

    No seas tan dura con los franceses... piensa que cuando tienen un día bueno, les salen redondos... ahí está el cruasán.

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  5. Ejem... el croissant es de origen austriaco, para conmemorar la victoria contra los turcos, de ahí la forma de media luna. ¿Una idea para una nueva entrada del blog, tal vez?

    Dejando aparte el momento tiquismiquis, felicitaciones por el blog.

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  6. Pues tienes toda la razón... Lo cambio por brioches :-D

    Saludos y me alegro de que te haya gustado.

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