lunes, 6 de agosto de 2012

Good-bye, old lad! Remember me to God



Sir John Keegan murió pasado día 2 en su casa de Kilmington, a los 78 años de edad, tras una larga enfermedad. Ahora, si alguno de los presentes no sabe quien es este tipo de la foto, quizás debería considerar seriamente cambiar su feed de Húsar de Salón por otro de La Petit Claudine o similar, y, en cualquier caso, abandonar inmediatamente la sala o sentarse al fondo, muy calladito y contrito.

Para los que seguís leyendo, me ahorraré explicar quien fue y qué hizo John Keegan. Los más avispados ya notaríais que tanto mi lacrimógena mazurca polaca, como mi descarada apología de los Highlanders tienen una fuerte connotación keeganiana. Admito sin rubor que fueron resultado de una relectura de Six Armies in Normandy, un libro que todo aquel interesado en estos asuntos de barbarie y degollina debería leer al menos una vez en la vida. Preferiblemente en inglés para entender lo de puta madre que este cabroncete escribía (y si no puede ser, también lo tenéis traducido al castellano por el Ministerio de Defensa en 1990 que siempre será más barata que la edición de 2009 de Crítica).
El mayor mérito que le atribuirán a Keegan en las muchas necrológicas y elegías que veréis por ahí estos días es que supo poner rostro humano a la batalla. Esto, naturalmente, es un juego de palabras con el título del libro que lo lanzó a la fama. Cuando El rostro de la batalla (también en el Mindef, aunque sospecho que descatalogado) apareció en 1976, probablemente el único modo de interesar a un número editorialmente significativo de gente por una batalla era, precisamente, ponerle rostro humano.
A mediados de los 70 las batallitas gozaban de peor prensa que nunca. Pero si hay algo que Keegan supo siempre hacer, y esto no siempre se dijo como un cumplido, fue acertar con lo que la gente quería leer. En pleno estallido de la Historia Social, la Historia desde abajo y el hacer la Historia de la gente corriente, eso fue exactamente lo que hizo. Les dio el rostro humano de la batalla, lo cual puede parecer un oxímoron, pero fue un campanazo de crítica y público.
Personalmente no encontré mucho rostro humano en El rostro…, probablemente, porque hay una buena razón por la que nadie se ha molestado mucho en hacer Historia de la gente corriente y moliente, y es que es difícil de cojones. Porque la gente corriente y moliente, durante los últimos 37.000 años, ha dedicado la mayor parte de sus energías a sobrevivir y ha tenido poco tiempo, y acceso a la escritura, para dejar constancia de sus vidas y pesares en fuentes historiográficamente aprovechables.
También es verdad que no leí su obra en orden cronológico, así que, quizás leído con unos 25 años de retraso El rostro… me impresionara menos. El caso es que el libro se consideró un hito, incluso entre círculos académicos. En serio. Por circunstancias que no desvelaré, he tenido la oportunidad de escuchar a señores que pasan por historiadores serios diciendo que El rostro… había hecho entrar la Historia Militar en el siglo XX. Naturalmente eran de los que pensaban que la Historia Militar es a la Historia como la música militar a la Música, y seguramente siguen pensándolo, pero esa es otra historia.



El rostro… fue un éxito, y una idea original. Algo que debería hacerse más a menudo en Historia –en cualquier clase de Historia, pero especialmente en la Militar–, un análisis transversal y comparativo. Keegan siempre fue un tipo de ideas, y, la mayoría, originales. Su última obra “mayor”, The American Civil War (2009), traducido como Secesión por Turner, dice que ésta fue un conflicto total, y que no puede entenderse sin tener en cuenta la geografía de escala continental a la que se libró. Que una batallita en Kentucky de 38.000 tíos fue mucho más crucial que Gettysburg o Vicksburg. Ahí es nada, cuéntale eso a todos esos fans de Lee y Stonewall.
Su Historia de la Guerra (1993) –curiosamente, su primer trabajo que consumí siendo consciente de su autoría– apareció justo cuando lo de Yugoslavia se ponía caliente para decir que la guerra entre estados nación, total pero con sus convenciones, era una anomalía histórica. Que el modo en que guerrea es un producto cultural de una determinada sociedad. Personalmente, creo que tenía toda la razón. Una civilización de mierda, como la nuestra, libra guerras de mierda.
Entre eso y el modo en que se cagó en Clausewitz en aquel libro, cosa que muchos nunca le perdonaron, es normal que hiciera pocos amigos. Pero esa es otra cosa que Keegan hacía como nadie: pisar callos. Y eso me encanta.
Y, bueno, naturalmente era inglés. La crítica más idiota que he leído jamás sobre El rostro… es que sólo habla de batallas británicas. Es cierto. Para los que no podáis sacudiros la natural anglofobia de los castellanoparlantes en general, pensad al menos que, como católico, Keegan era de los que hubiera tenido una vida bastante más fácil si Medina-Sidonia hubiera sabido distinguir una amura de babor de un libro italiano de poemas de amor.
Pensad también que si no hubiera sido a mediados de los 70 es poco probable que la cátedra de Historia Militar de Sandhurst hubiera acabado en manos de un católico lisiado, sin nada publicado y sin experiencia militar. Es igual de poco probable que nadie menos evidentemente excluido hubiera aceptado el trabajo. Y si creéis que el tipo se adaptó a las mil maravillas, después de todo acabo siendo algo parecido al historiador del régimen durante un Tatcherismo que llegaría a ser militarista, pensad que cuando el mismo Telegraph, en el que Keegan fue editor de defensa muchos años, dice en tu necrológica: “The rebellious streak that lurked within him (de Keegan) meant that he did not always find this (enseñar a militares) easy”, bueno… ¿todos sabemos leer entre líneas, no?
Si queréis detestar a un inglés os recomiendo a Hastings, es mucho más peste de niño.
Johnny fue oportunista, pasao de listo e inglés. Todo esto es cierto. Todo esto y mucho más. A menudo se le acusó de gazapero, de confundir flancos, nombres y fechas. No creo que fuera de los que se sabían de memoria las respectivas alineaciones de jefes de división en Austerlitz, o cuantos milímetros más de blindaje tenía el glacis del Panther G sobre el F. Ninguno de sus libros alteró sensiblemente el conocimiento que tenemos de los eventos que relatan. No creo que fuera ni siquiera su intención. Keegan nunca fue un erudito, un investigador. No era un Parker o un Citino. Veréis pocas citas de archivo en Six Armies…, o en El rostro... Si es que véis alguna.
No sé a vosotros, pero a mí me han contado como medio centenar de veces Waterloo, y seguramente lo harán otro medio centenar más antes de que muera. Pero cuando pienso en Waterloo, de las dos cosas que me acuerdo es del terrible destino de los heridos de ambos bandos amontonados sobre la paja en una de las dependencias de Hougomont cuyo tejado prendió, y de las cuatro horas de fuego que los hombres en el lado trasero del cuadro de los Inniskilling tuvieron que soportar a pie firme, dando la espalda a las balas de cañón entrantes que aplastaban los cuerpos de sus camaradas en el lado opuesto del cuadro con sonidos claramente audibles.
Son dos anécdotas extraídas de dos de obras de Keegan, y ambas ayudan mucho a formarse una imagen de lo qué era una batalla en la época de la pólvora negra. La evidencia anecdótica, claro, no tiene muy buena prensa epistemológica, especialmente entre ciencias tan acomplejadas como las sociales. Pero ni la Historia, ni las batallas, son ciencias exactas, así que prefiero una sensación bien encaminada que una divagación metodológicamente impecable, y además, plúmbea.
El problema es que lo peor que le pueden llamar a uno en el mundillo de la Historia es divulgador. Y Keegan lo fue. Antes de enseñar Historia Militar en Sandhurst, su primer trabajo fue como Corín Tellado históricomilitar para Ballantine’s produciendo pequeños opúsculos bajo sugestivos títulos como Waffen SS, los guerreros del asfalto.



Fue un trabajo menor, alimenticio, pero los títulos que Ballantine’s –entonces una diminuta editorial aliada con el gigante de los fascículos Purnell– publicó durante los primeros años de los 70 en forma de pequeños tomos en rústica ilustrados sentaron las bases del modo en que todos los presentes entendemos la afición lúdica a la Historia Militar. Seguro que los conocéis. Aquí los editó San Martín bajo el título de Historia del Siglo de la Violencia. Había 4 colecciones, Armas, Batallas, Campañas y Líderes, cada una con su color. Como veís Osprey no inventó nada nuevo.
No pocos de sus títulos posteriores a El rostro… caen dentro de la misma categoría. Atlas, quien-es-quienes y hasta un libro de ucronías. Incluso rentabilizó su nombre cuando ya era famoso prestándolo como editor o series editor para libros de esos de gran formato que se venden en las ferias del libro de ocasión. Con muchas fotos.
En definitiva, a lo que Keegan dedicó buena parte de su producción fue al género menor de la divulgación. Y es que Keegan fue, sobre todas las cosas, eso que un amigo mío llamaba un despertador de vocaciones y en eso los libros de Ballantine’s siempre fueron más efectivos que los libros que llevan la Historia Militar al siglo XX.
Porque, admitámoslo, todos empezamos en esto mirando las fotos. O los videos. El primer trabajo de Keegan al que mi tierna mente infantil quedó expuesta fue aquella serie, que los más veteranos recordaréis, que emitía la 2 –cuando a la 2 se le conocía indistintamente como “la UHF”–, los sábados por la mañana titulada Soldados. Keegan fue el segundo espada de aquella serie de la BBC (tan vieja que os costará encontrar en la red una versión que no sea un ripeo de un VHS), y durante mucho tiempo creí que él era Frederick Forsyth, el apuesto narrador vestido de coronel tapioca que nos llevaba con su voz grave en un recorrido por lo que había sido ser infante, artillero, comando o hasta oficial de estado mayor a lo largo de la historia. Ahí fue donde me enteré de lo de los heridos achicharrados en Hougomont.
Recuerdo aún docenas de escenas de aquellos docus, desde el abuelete de las Panzertruppen contando que, cuando uno salta de un Panzer en llamas, lo que le hacen es untarlo de vaselina y levantarle la carne quemada con una máquina como la de esquilar ovejas, o aquel travelling en el que una serie de tipos vestidos cronológicamente de legionario romano a infante norteamericano –todos actores, claro– miraban con logradas miradas de los mil metros a la cámara.
Aquello si que era ponerle rostro humano a la guerra. A mi abuelo, curiosamente, la serie no le gustaba, y solía intentar hacerme cambiar de canal cuando conseguía ingeniármelas para que me dejaran quedarme en casa a verla (había muchas cosas que hacer en las mañana de sábado de la infancia, si os acordáis bien). No le gustaba, porque él no necesitaba que le pusieran rostro humano a la guerra. Había estado en dos.
Napoleón o Federico y sus contemporáneos no leían Historia Militar por entretenimiento. Si acaso por curiosidad profesional, y no necesitaban que les contasen lo que les esperaba a los heridos la noche de Waterloo. Ya lo sabían. Igual que nuestros abuelos lo que pasaba cuando un bombardero abre las compuertas o qué ruido hace una bala de fusil que pasa cerca. También lo sabían.
Poniéndonos oxfordianos –Alma Mater del finado–, Keegan fue más un Homero que un Jenofonte. Hablaba de oídas, y su preocupación era más hacer su canto atractivo. Era un maestro de la anécdota y hasta del humor –fino, inglés–, y eso era lo que ponía el rostro humano en las batallas. Porque lo que los soldados, desde Jenofonte a quien quiera que escriba el relato definitivo de la guerra de Afganistan, lo que recuerdan de las batallas son las anécdotas y el humor negro.
Es de lo que os hablarán. Recuerdan otras cosas, claro, y hablan de ellas, pero con sus sacerdotes o con sus terapeutas. Keegan nunca evitó hablar de esas otras cosas pero, hasta donde sé, supo tratarlas con el tacto adecuado para que nadie olvidara lo que una bala de cañón hace en una masa compacta de carne humana.
Esto era provocativo en sí mismo. Imaginaos contándoselo a los cadetes de una academia militar. Que lo que los cirujanos de Wellington extraían de las heridas más a menudo eran fragmentos de hueso de los tipos de la fila de delante. De eso hablaban sus libros “mayores”. Cuando te cansases de mirar fotos, si lo hacías, podías cogerlos y aprender, con suerte, de lo que realmente estábamos hablando.



Después de Historia… sus libros tendieron a volverse algo menos mayores y brillantes. La capacidad creativa suele tender a decrecer con la edad, y ser, como Keegan, un hombre enfermo no suele ayudar. Eso no le impidió subirse, como otros muchos, al carro de aquel florecer comercial de la Historia Militar que se vivió a partir de mediados de los 90. Salvar al soldado Ryan y todo aquello.
No se privó de sacar un libro sobre Iraq en 2004, u otro sobre la Primera Guerra Mundial para el 80 aniversario de su fin, una biografía Churchill, una visión de conjunto de la Segunda Guerra Mundial… Algo que todos podríamos habernos ahorrado. Pero al menos no se dedicó a ir molestando sistemáticamente a venerables abueletes para perpetrar la énesima reposición de tal o cual batalla. Keegan rara vez trabajó con veteranos.
Si lo hizo porque como historiador no tenía una gran fé metodológica en la historia oral o, como sospecho, porque siempre fue un hombre tímido, un ratón de biblioteca, con demasiado respeto por el pudor ajeno como para ir por ahí metiéndole una grabadora debajo de las narices a señores que podían ser su padre o su abuelo y pedirles que le contaran algunas de las experiencias más desagradables de sus vidas para publicarlas, ya nunca lo sabremos. Tampoco creo que importe demasiado.
Si algo fue Keegan, es honesto. Nunca estuvo en una batalla. Ese fue el primer hecho que estableció en la primera línea de su primer libro serio. Cuando visitó su primer campo de batalla activo y real –el Beirut de los 80 como corresponsal bajo condiciones controladas– la impresión que sacó –le recordó a un vertedero municipal–, retrata su asociación, eminentemente turística, con los mismos.
Otra cosa sobre la que nunca engañó fue sobre su fascinación con los hombres de uniforme. Keegan, como todos los presentes, no era más que un niño fascinado por los soldados –él los vio en la campiña inglesa mientras se preparaban para la invasión de Europa–, sus uniformes vistosos y sus potentes máquinas pintadas de camuflaje.



Keegan también fue franco sobre eso. Habrá quien diga que la secreta amargura porque las secuelas de su enfermedad infantil le impidieron vestir de uniforme resumía el quid de su obra y, probablemente, de su persona. Pero la metáfora detrás de su invalidez no es que sintiera pena por no haber podido acceder a ese rito universal de masculinidad que la guerra ha sido desde los tiempos de las cavernas a esta parte. Eso sería demasiado obvio y sencillo.
Keegan perteneció a la primera generación de hombres europeos que no moriría masivamente joven y de uniforme en los últimos 500 años. Su invalidez era redundante. Inválida o no, su generación, y aquí estoy prolongando el termino más allá del significado biológico para referirme a todos los varones europeos nacidos entre 1930 y la fecha de hoy, jamás participaría en una batalla.
Conocería a hombres que sí, sería criada por ellos, escucharía sus historias y soñaría con emularlos en su inocencia. Pero sus problemas y tribulaciones jamás serían ni la mitad de llamativos, no habría épica en los conflictos de mierda que dividirían su mundo. Y ni siquiera se sentirían como otra cosa que impostores pretendiendo que sus tiempos fueron ni la mitad de interesantes que los de sus padres y abuelos.



Keegan fue el Peter Pan –¿o quizás la Campanilla?– de todos esos niños perdidos, lo suficientemente racionales después de todo –esperemos– para saber que quizás haya sido mejor no conocer de primera mano la ordalía que libros, películas, padres y abuelos les contaron, pero a los que esa sensatez y racionalidad, sin embargo, nunca terminará de consolarles de la cruel ironía encerrada en la verdad del aserto de Erasmo sobre las guerras y los que no las hemos conocido.





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Imagenes: John Keegan en su casa de Kilmington. Jeff Gilbert.
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5 comentarios:

  1. Despues de leerme todos los post en un dia, solo puedo decirte...QUE GRANDE¡¡¡

    Muchísimas gracias. Y a ver si caen con mas asiduidad...

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  2. Gracias a ti por el interés y tus amables palabras... y perdona el retraso en contestar. Como has podido ver el blog está tratando de coger un ritmo regular, lo que no es fácil.

    Espero poder cambiar eso e introducir algunos otros cambios. Ya veremos. ¡Permanézcan atentos a sus receptores!

    Saludos

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  3. Me alegro de ver que has vuelto a actualizar el blog. Ya lo daba por perdido.

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  4. En general los historiadores británicos y norteamericanos suelen ser grandes narradores (alguna excepción, como John Lynch, hay), ya sean "investigadores" o "divulgadores": Kamen, Thomas, Beevor, Keegan, Perrett... incluso Hastings.

    En cambio, en España, los historiadores parecen competir a ver cual es más aburrido, académico y pedante; eso cuando no nos sale algún "divulgador" que, o bien mete gazapos como mundos (caso de Jesús Hernández, y eso que su blog me parece muy entretenido), o bien se dedica a hacer propaganda de ideologías carpetovetónicas (César Vidal o cualquier autor español de LA ESFERA DE LOS LIBROS o LIBROS LIBRES).

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  5. La "Historia del Siglo de la Violencia" de San Martin fue mi introducción a la historia militar y sigue siendo mi gran referencia, lástima que ninguna editorial haya hecho un esfuerzo semejante y haya podido más la espectacularidad (libros con gran formato y muchos gráficos pero poco contenido, o rankings del tipo "las 50 mayores batallas de...") y los libros de Keegan contaban entre mis favoritos. "Waffen-SS" tiene un sesgo inevitable y es un poco imprecisa al hablarte de que hicieron las divisiones (prefiriendo centrarse en el habitual cacareo de "atrocidades") y te confunde más al hablar de legiones extranjeras (sobre las tropas de Vlassov, la Legión india o la de San Jorge hay pocos datos claros) pero son libros que se dejan leer y te ponen realmente en el lugar. Me gustó mucho más "Barbarroja" que sin enumerar todas las batallas, unidades y mandos implicados y la cronología de la campaña (algo imposible dada la limitación de 160 páginas en formato de bolsillo) te da una idea clara de lo ocurrido en lo que fue quizás la ofensiva más grande de dicho conflicto. Muy buena necrológica, voy dos artículos y me va encantando el blog (soy también aficionado a medio tiempo a la historia militar).

    Por cierto que "la primera generación de hombres europeos que no moriría masivamente joven y de uniforme en los últimos 500 años" olvidas que muchos de que fueron jóvenes entre 1815 y 1900 aproximadamente tampoco llegaron a vestir de uniforme ya que las guerras en ese período fueron cortas y separadas en el tiempo. Y bueno, antes de Federico Guillermo de Prusia y el servicio militar obligatorio la guerra la hacían o bien los profesionales o bien los indeseables reclutados a la fuerza, campesinos y artesanos quedaban exentos de participar en las batallas.

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