sábado, 6 de febrero de 2010

Nuestro hombre en La Coruña (I parte):

Bailando en el Alambre


Intentemos describir esta escena como lo haría Arturo Pérez-Reverte:
"D. Antonio Filanghieri, 35 años de servicios a España entre pecho y espalda, soltó una de esas maldiciones napolitanas que no hacía falta entenderlas para que le pusieran el mostacho tieso incluso a un tipo tan bragado como era Joaquín Murat, en aquel momento, a todos los efectos, rey de España. Porcaputanamadonadidio, o algo así, soltó el tipo cuando Murat se lo comentó. “¿A Galicia, excelencia?”, y el otro, “como lo oyes, Antoñito”"...


Galicia era una papeleta por dos razones. La primera que en la primavera de 1808 albergaba uno de los núcleos de tropas regulares españolas más importantes que quedaban en territorio nacional después de que con el tocomocho de Fontainebleau medio Ejército (E.) acabase desperdigado desde Lisboa a Langemark. Tampoco faltaban instalaciones militares: fuertes, polvorines, una maestranza de artillería en La Coruña y una base y arsenal navales en Ferrol.
La segunda que era el culo del mundo. Si los gallegos llevan décadas quejándose de sus infraestructuras, cómo sería en los tiempos en que la carretera de La Coruña estaba como en la época de Vespasiano. A cambio las malas comunicaciones y sobre todo su propia situación geográfica, lejos del eje Irún–Madrid, la habían dejado libre por el momento de las tropas francesas que iban ocupando subrepticiamente el país.
O sea, un territorio lejano, mal comunicado, excepto por mar con Inglaterra, sin un solo francés en posición de llegar rápidamente y lleno de soldados profesionales españoles cada día más mosqueados.
El mosqueo, sin embargo, no era –todavía– con los gabachos. La mayoría de los relatos coinciden en pintar a Francisco de Biedma, al mando por entonces en Coruña, como un tipo poco querido por el vecindario, pero también es cierto que la mayoría de los relatos siguen a Toreno casi a la coma. Normalmente se le tilda de afrancesado y ahí se acaban las preguntas sobre porqué lo tenía atravesado la parroquia, pero, si los motines de Aranjuez son lo que va delante del Dos de Mayo en los libros de Historia por algo, se puede suponer con algún fundamento que su mayor pecado era, en realidad, haber sido nombrado por Godoy.
Así que si Biedma era Pierre Nodoyuna y su segundo, un tal coronel Fabro, era su particular Risitas y tenían la artillería apostada delante de la Capitanía General y redoblada la guardia a lo mejor era porque, como godoyistas cabales, la posibilidad de que estallase un tumulto fernandista que acabase con ellos colgados de un pino era bastante real, y no, como se dijo después, porque planeasen entregar el reino a los franceses. El cuerpo de tropa imperial más cercano estaba más abajo de Oporto y el único francés que llegó esa primavera fue un tal Mongat, oficial de rango desconocido.
Mongat hace un francés muy francés en los relatos españoles. Estirado, arrogante y chuleta. Si la cronología que nos ha llegado, bastante vaga por otra parte, es correcta, el tipo tuvo además la delicadeza francesa de aparecer al filo del 2 de mayo, por lo que, si las cosas estaban tan calientes como se suele contar muy tonto sería para andar haciéndose notar, más cuando su misión, hacer inventario del material militar existente y dar noticia de cómo iba el patio, era lo que viene siendo una misión de espionaje.
Tonto o no, sus informes sobre la que se le venía encima a Biedma, al que se le amontonaban sus pecados y los de Mongat, y como sus medidas de fuerza no hacían más que soliviantar más aún a la gente llegaron a Madrid.
Murat mandó llamar a Filangieri, que era el Capitán General de Galicia, aunque no estaba en Galicia. Entonces no era raro que un oficial pidiese licencia de su destino para atender todo tipo de asuntos personales, tomar las aguas o cosas por el estilo, pero era bastante raro que lo hiciese un Capitán General en ejercicio. La gracia de ser Capitán General está, precisamente, en ejercer. Qué hacía Filangieri por Madrid es algo que no sabemos y tampoco queda constancia de la entrevista, pero se puede imaginar. Antoñito, la baja falsa esa que has metido colará en la contaduría, pero aquí no. Pero excelencia. Ni peros ni gaitas, te pones camino a Coruña ipsofacto y me solucionas aquello. ¿A Galicia excelencia?...
Murat no eran tan tonto como se le suele pintar (“Osmérico, sire”, etc.), y sabía perfectamente que la gente estaba empezando a olerse la tostada. Con lo que contaba era con la abulia de las oligarquías españolas para enfrentarse a él y la habilidad de esas mismas élites para mantener al populacho en su sitio. Después de todo el país llevaba 2 décadas dando tumbos, el rey era tonto, el válido un vivales, el heredero había salido al padre pero en malo y la aristocracia, en general, pasaba de todo menos de sus privilegios.
Acertó con lo primero, pero debió haber supuesto que una gente que no era capaz de protestar ni mientras les untaba la vaselina no iban a ser capaces de mantener en su sitio a una parroquia ya muy quemada. Lo de tener algo que perder es muy importante a la hora de decidirse en esto de echarse al monte, y en aquella España las élites tenían algo que perder. Por eso prefirieron, en general, esperar y ver. El populacho no. Además, estaba hecho a eso de amotinarse. La algarada es una noble tradición castellana que, lamentablemente, se está perdiendo. En tiempos se hacía por casi cualquier cosa: subidas de impuestos, del pan, una mala corrida de toros, hambrunas o ministros impopulares. Si había pagano, se amotinaban hasta por encargo.
Cuando eso pasaba era el E., cuyos Capitanes Generales eran las máximas autoridades en sus respectivos territorios, el que se encargaba de enfriar los ánimos. El doble bote de metralla relaja que es un primor.


Soldado de Nápoles...
Así que, –razonó con notable lógica Murat–, si Galicia amenazaba borrasca lo que había que hacer era enviar a un militar de confianza que se pusiese al mando de las tropas y con ellas aplastase cualquier tipo de algarada del populacho. Murat no compartía la visión de Pérez–Reverte del dos de mayo, y para él eso fue exactamente lo que fue lo de los mamelucos y el parque de Monteleón: un motín de vagos y maleantes. La parte del estallido nacionalista no la supo captar, pero admitamos que era un concepto bastante complejo y novedoso para la época. Ahora que si el tipo conseguía resolver la papeleta sin necesidad de abayonetear a nadie, pues mejor que mejor. Filangieri tenía fama de afable, de los de hablar las cosas, muy italiano, así que le ordenó controlar la situación, pero con tacto. Al menos hasta que tuviese suficiente tropa francesa a mano para meter en cintura al que, esperaba, sería su nuevo reino.
Filangieri era de confianza en más de un sentido. Era napolitano de nación, y aunque había servido fielmente a los reyes de España toda su vida, ahora, parecía, Murat era el rey de España (el muy iluso vivía prácticamente esperando el papel con el nombramiento). O sea, un profesional a carta cabal. De esos que se la ponen dura a Reverte. Su hermano, Gaetano, era una eminencia ilustrada que había escrito uno de los hitos de la filosofía del derecho. Un libro que había llamado la atención de Ben Franklin y el propio Napoleón. Un libro tan bueno que la Inquisición lo había prohibido en 1790.
Además era amigo de la familia. Su sobrino, Carlo, había servido en Austerlitz y volvería a hacerlo en España con la escolta de José Bonaparte. Joven, gallardo, de sable fácil y de caballería, como también le gustan a Reverte, el chaval acabó complicándose en un lío de duelos –hay quien dice que se cargó a un tipo, hay quien dice que se lió a estocadas con un general, Franceschi–Delonne veterano de Austerlitz como él– y de resultas lo facturaron a Nápoles. Años después, en Nápoles, Murat, otro rebotado de España, le haría coronel. El chiste es que el muchacho había querido alistarse en el E. español bajo el padrinazgo de su tío, pero una ley que prohibía la entrada de napolitanos en España lo había impedido. En su lugar el chico fue a Francia, le presentaron a un tal Napoleón… y acabó de General y ministro de Nápoles muchos años más tarde.


Gaetano y Carlo. Los dos Filangieri que pasaron a la Historia.
Carlo llegó a Ministro y Presidente del Consejo en Nápoles.
Antonio no aparece ni en la Espasa (en serio, comprobadlo).

La única pega de Antonio era que estaba viejo, cansado, enfermo y, al parecer, demasiado entrado en carnes para andar metido en fregados. Y el que le esperaba cuando llegó a La Coruña era de los de aupa.
Moderado, inteligente y culto, con sus suaves maneras italianas, (“adorabánle los oficiales” según Toreno), y con más mili que la letrina de la iglesia de Baler Filangieri consiguió ganarse a la oficialidad y la sociedad coruñesa a base de buen rollito y suavidad, mucha suavidad (para que luego digan del talante). Lo primero que hizo fue retirar los cañones de la puerta de la Capitanía. Va a ser cierto que Biedma no tenía mucha mano izquierda. En lo referente a los oficiales de la guarnición era el Capitán General, y si algo era el E. era disciplinado; pero, por otros motivos, en Galicia el E. tenía algo qué perder.
Hay quien dice que por ardor patriótico, hay quien dice que porque desde antes de llegar él se iban difundiendo rumores, –por quien y con qué objeto no cuesta mucho de imaginar con lo que sabemos de Biedma–, sobre que las tropas españolas iban a ser enviadas a Francia para servir en los ejércitos de Napoleón. Le estaba pasando en ese mismo momento al E. portugués de Alorna, así que no costaba mucho visualizar la situación. Ciertamente Biedma había ofrecido, por orden de Madrid, pasar a Francia a los oficiales con la intención de congraciarse con ellos, básicamente porque la etapa, o ración y gratificaciónes añadidas por estar en campaña, era mayor allí. Lo que hoy son las primas por despliegue, vamos.
En este país se ha practicado mucho el exilio militar pero desde los tiempos de los Austrias a esta parte rara vez ha hecho mucha gracia (basta recordar la cara del que le tocaba mili en Ceuta). Las supuestas ventajas de la etapa de Francia no se ganaron a la oficialidad, –no a toda al menos, hubo quien dijo que sí–, pero la sospecha de ir a acabar sirviendo en Francia le divorció definitivamente de la tropa y el rumor adjunto de que se estaban fabricando esposas a mansalva para llevar maniatados a los mozos de una inminente quinta acabaron con cualquier simpatía que pudiera tener entre los civiles.
Filangieri combatió los rumores y se mostró bastante transigente en casi todo lo demás, pero la semillita ya estaba plantada y era evidente que la inquina antigodoyista iba confundiéndose cada vez más con el tema de los gabachos. Lo que se dice una sinergia. La buena sociedad empezó a formar reuniones patrióticas secretas y a una de estas acudieron varios oficiales del Regimiento de Navarra, que era el único veterano, completo y de línea de la guarnición.
Seguramente hubiese hecho la vista gorda con los de milicias, porque, al final, eran los mismos señoritos de la trama civil y todos sabían porqué se habían alistado, pero que los de carrera se le metiesen en política es algo que ni en este país, –ni en ningún otro–, ha hecho nunca puñetera gracia a un comandante. Especialmente si se metían en políticas que le ponían a él en un aprieto. Así que cortó de raíz esas tonterías enviando al Navarra al Ferrol.
La cosa no gustó, pero la gente siguió a lo suyo, hasta que a los patriotas que iban tramando la sublevación se lo pusieron en bandeja.


Verbena de San Fernando
El 29 de mayo llegó desde León un estudiante anunciando a voz en grito que toda España se estaba levantando contra Napoleón. Lo recibió el regente de la Audiencia, un tal Pagola, que sin mucho miramiento lo hizo encerrar incomunicado en la casa de correos. Lo irónico del caso es que la Junta de Asturias había enviado un correo una semana antes informando de lo del 2 de mayo, de que estaba en guerra con los franceses e invitando a los gallegos a unirse. Fue recibido también por Pagola, que le dijo que muy bien, que ya había dado el recado y que se fuera sin hacer mucho ruido a avisar para la parte de Mondoñedo, o sea, por donde había venido. Por menos de eso el pobre Biedma ha pasado a la Historia como un afrancesado.


"No hay justicia como la de una muchedumbre enfurecida".
Camino a la Capitanía, a montarla, 30 de mayo de 1808.
(Grabado de Miranda, en la Historia... de Principe).

Esta vez Pagola no fue lo suficientemente discreto y, cuando se enteró, la gente empezó a reunirse en tumulto y a pedir a gritos que soltasen al chaval y que se declarase la guerra al francés.
No se hizo, y Filangieri conservó la cabeza en su sitio, literalmente, lo cual es más lejos de lo que varios de sus colegas consiguieron llegar en mayo de 1808. A Guillielmi en Zaragoza lo llevaban camino a la tapia por no querer cuando unos patriotas intercedieron por su vida. Conseguir seguir vivo y en el cargo al día siguiente de la llegada de la chispa era toda una hazaña y demuestra que o bien los gallegos siempre han sido gente muy de orden, o bien Filangieri se veía todavía con el suficiente control sobre sus hombres para imponer su autoridad y tenía unos arrestos de calibre. Coglionni come los dil cavaglio d’Spartero, que diría aquel.
Pero la suerte no le duró mucho. La gente, con premeditación poco común en algaradas callejeras, se marchó tranquilamente a sus casas a dormir, pero al día siguiente, porcaputana, resultó que era día de San Fernando, –también es mala suerte–, y existía una tradición según la cual se izaba la bandera nacional en los fuertes y se hacía una salva. El Fernando en honor del que se hacía era otro, el III, pero los únicos que podían apreciar la ironía del asunto, los señoritos ilustrados que dirigían la insurrección y que habían elegido la fecha con toda la intención se lo callaron los muy malandrines. A la gente humilde le bastaba con que hubiese un Fernando, que fuese rey, y que hubiese que homenajearlo. Era día de fiesta, y los aldeanos de la comarca llenaban la ciudad.
En un movimiento nada espontáneo la gente, reunida en masa nada tranquilizadora, se fue hacia la Capitanía. Una vez comprobaron que la tropa no tenía intención de disolverlos, –cosa que ya sabían los organizadores–, intentaron entrar a las bravas pero Filangieri, siempre esclavo de las formas, pidió que eligiesen media docena de representantes para entrevistarse con él. Así se hizo y, una vez dentro, los diputados por la turba exigieron que se izase la bandera nacional, (que entonces no era la del toro), y se hiciesen las salvas de ordenanza.
Filangieri ya no tuvo ánimo de plantar cara. Más que nada porque tuvo bien clarito que si daba la orden de disparar contra aquella gente, de primeras nadie le iba a obedecer, acababan de dejarles pasar delante de sus narices. La mayoría de sus hombres o simpatizaban con la turba o formaban ya parte de ella. De segundas tenía muchas papeletas de que los cuatro tiros se los pegasen a él. Así de clarinete. Así que a casita, que llueve.
Mejor dicho, dijo que sí a lo de la bandera y las salvas, dijo que sí a traer de vuelta al Navarra y cuando vio que, envalentonados, los representantes empezaron a pedir más y más cosas, dijo un momento ahora vuelvo, salió de la Capitanía por una puerta escusada y fue saltando tapias hasta que acabó acogiéndose a sagrado, otra noble tradición castellana que se está perdiendo.
Biedma y Fabro, con más arrestos y sabiendo que con sus carnés de número de godoyistas iban listos de papeles, le echaron rostro e intentaron salir a la calle a terminar aquella tontería como se ha hecho aquí siempre, con dos cojones. A Biedma le abrieron la cabeza de una pedrada, definitivamente el tipo no tenía ninguna mano izquierda. Fabro llegó a darle con lo plano del sable a uno de los líderes de la turba antes de que lo moliesen a golpes sin que los granaderos de su propio regimiento moviesen un dedo por salvarlo.
Se izó la bandera, la guarnición dio la salva y el pueblo asaltó el arsenal haciéndose con unos 40.000 fusiles. Siendo tan ordenadas como esta, da gusto decirlo: ¡Viva la Revolución!

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Imagen de cabeza: Vista del puerto de La Coruña y el fuerte de San Antón (Grabado de la Crónica de la Provincia de La Coruña de Fernando Fulgosio).
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Comentarios libremente inspirados en:


Gómez de Arteche, José, Guerra de la Independencia: Historia militar de España 1808-1814 (Madrid: Imprenta del Crédito Comercial,1868).
Muñóz Maldonado, José, Historia política y militar de la Guerra de la Independencia de España contra Napoleón Bonaparte desde 1808 a 1814 escrita sobre los documentos auténticos del Gobierno (Madrid: Imprenta de D. José Palacios, 1833). Disponible online en:
http://descargas.cervantesvirtual.com/servlet/SirveObras/12260730886005982976624/030828.pdf
Principe, Miguel Agustín, Guerra de la Independencia. Narración Histórica de los sucesos de aquella época, vol. II (Madrid: Imprenta del Siglo,1846). Disponible online en:
http://www.cervantesvirtual.com/servlet/SirveObras/09252844299161862232268/028333.pdf
Toreno, Conde de, Historia del levantamiento, guerra y revolución de España (Pamplona, Urgoiti Editores, 2008).
 

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