viernes, 18 de junio de 2010

Una batalla como las que ya no se hacen



195 años hace exactamente hoy de Waterloo. Una batalla como dios manda. Con la gente bien vestida, las banderas al viento, tambor batiente y los oficiales por delante, que se les vea bien. Ni agujeros en el suelo, ni un solo uniforme a la vista que no sea de alguno de los colores primarios, sin civiles de por medio, ni armas inteligentes, ni chorradas asimétricas de esas.

Todo lo contrario. Geometría perfecta, sublime. Líneas, cuadros, columnas y las parábolas de las balas de cañón. Ni cuarta dimensión del campo de batalla, ni leches; con dos basta y sobra. Ancho, largo y atento al reloj, ¿para qué más? Una perfecta obra de arte hecha toda a mano, oiga.
Ejércitos concentrados y dispersados por órdenes dictadas de viva voz y copiadas a mano –así salían algunas– para ser entregadas en mano por jóvenes edecanes, –la flor de las mejores familias de las buenas sociedades respectivas–, que cruzan el campo a uña de caballo, muy a menudo dejándose las tripas por el camino. Ejércitos que marchaban a pie, cargaban a mano sus fusiles tiro a tiro, y se acuchillaban al arma blanca. Sus carromatos de viandas y pólvora y botín y sus cañones podían ser de tracción animal, pero los cañones había que ponerlos en posición a brazo, y cargarlos, igual que los fusiles, a mano. Un disparo después de otro.
Sin trastos, ni chismes, ni cacharros. Lo último, y lo único, en tecnología punta, todo inglés –qué falta de deportividad–, el proyectil de Shrapnel, el rifle y el cohete a la Congreve. Así que nada de alegar “es que yo no sabía”, ni “yo es que con estos cacharros todavía no me aclaro”, ni “ah, ¿pero para eso servía un ferrocarril?”, o “fue culpa del tanque nuevo que es una virguería pero tiene montón de problemas de dentición”.
De eso nada. El mismo inventario para todos y el que no tuviese claro a aquellas alturas como funcionaba algo muy tonto tenía que ser porque lo más moderno de la tienda tenía cientoypico años. Tampoco hace falta un master para entender como funciona una bayoneta, vamos. La parte que pincha hacia el enemigo. Entonces no lo escribían en la hoja. Tampoco es que hubiese muchos que supiesen leerlo de todos modos, así que para qué molestarse.
Leer no sabrían, pero repartir… amigo, para el 18 de junio de 1815 el que aún tuviese tres de las cuatro extremidades y uno de los dos ojos en buen uso y estuviese confluyendo hacia el Mont St. Jean de uniforme podía tener hasta 25 años de prácticas en empresa. O más, como Blücher, el septuagenario polvorilla, que había aprendido el negocio en el paradigma anterior. Y pocos hubiesen dejado de acudir –al menos los que no eran conscriptos forzados–, porque aquello iba a ser una ocasión memorable, no había más que ver el cartel. Y qué cartel, señores. Tres primeros espadas de talla mundial.
Para no defraudar ni a propios ni extraños Napoleón había empezado la fiesta con su viejo, y conocido, –pero no por ello menos genial–, “nada por aquí, nada por allí, ahora la Armée du Nord cae sobre ti”. En cuestión de una semana había pasado de tener sus tropas desperdigadas a lo largo de 30.000 kilómetros cuadrados en la frontera belga vigilando a ingleses y prusianos a tenerlas concentradas en 500 kilómetros cuadrados, caer sobre los prusianos en Ligny y derrotarlos. Como en sus mejores días.
Todo bajo las narices de un enemigo que no se había enterado de nada. De hecho Wellington, el monosabio que se suponía que aspiraba al título mundial, se enteró de que la guerra estaba en marcha, y de que con los prusianos apalizados el siguiente en la lista era él, cuando estaba en Bruselas, bailando.
Si Napo, viejo, fondón, apenas recuperado de un intento de suicidio, con hemorroides, encabronado porque no le daban los cochinos 6 millones que le prometieron para quitarse de en medio y con la moral tocada porque su señora se había vuelto a casa de papá llevándose a su hijo, estaba encamada con un general de húsares y le había mandado a decir que se pasaba la custodia compartida por el arco, había podido montar semejante… bueno, digamos que más de uno muy atento no había estado durante los anteriores 25 años.
Aquella invasión de Bélgica fue la última genialidad de Napo –en realidad el último gran movimiento estratégico ofensivo de sentido y cierta brillantez de un ejército francés hasta la fecha–, pero es que Napo no podía permitirse otra cosa que ser genial. O nadaba o se iba al fondo. Y desde luego aquello era lo suyo, siempre fue un genio para eso que ahora se llama el nivel operacional.
Lo suyo era mover ejércitos por Europa, y lo hacía con tal precisión que al llegar sus tropas al lugar donde libraban batalla, las condiciones les eran tan favorables que el resultado se podía dar por descontado. No era un mal táctico –aunque en Waterloo, viejo y cansado, se limitó a dar una sucesión de asaltos frontales–, pero, en su negocio, rara vez se encargaba de mirar mapas de menos de 1:25.000. Tenía gente que se encargaba de eso, sólo que pocos de ellos seguían ya con él.
Todos sus mariscales habían desertado dejándole en la estacada el año anterior, y no todos habían desertado de vuelta con su regreso. Y los que le habían tocado no eran precisamente los más brillantes. Cuando alguien le preguntó a Wellington si esperaba deserciones entre las fuerzas francesas –algo que había estado de moda desde Leipzig–, contestó, con esa sorna tan inglesa, que un par de mariscales o tres, de coronel para abajo ni un alma.


Los famosos campos de Eton
Wellington sí podía fiarse de sus generales, de los ingleses al menos –hubiese sido un hombre mucho más feliz de poder destacar a Orange a, no sé, vigilar las intenciones de los uigures–, pero a cambio le habían desmontado el ejército. Su Ejército de la Península, una máquina perfecta que le había llevado un lustro engrasar, había sido licenciado por economías o enviado a America por necesidad.
Una de las acciones más reñidas que Wellington libró en aquella campaña fue, antes de que se disparase un solo tiro, su batalla epistolar con el Duque de York, comandante en jefe del Ejército, para que le mandase más tropas y, sobre todo, oficiales de su gusto. Aunque a Wellington no le faltaba algo de razón, en defensa del pobre York hay que decir que resultaba difícil conseguirle colaboradores a su gusto a un tipo al que casi todo el mundo, incluso muchos de esos oficiales que ahora echaba de menos, le caía mal.
Respecto a la tropa, el 60% de sus británicos eran novatos, lo cual era grave, pero una minucia comparado con el hecho de que el 30% de sus efectivos totales eran belgas y holandeses que le habían encasquetado, y que vestían de francés, luchaban a la francesa y habían hecho todas la guerras napoleónicas, menos aquella, con los franceses. Igual que algo menos de la mitad de los alemanes que formaban el otro tercio de su ejército.
Blücher también se las tenía que componer con unidades de diferente calidad. Sólo el 57% eran regulares, el resto eran conscriptos bisoños, reservistas, milicianos del Landwehr y aunque mandaba un contingente teóricamente homogéneo nacionalmente, también tenía unidades reclutadas en zonas sólo recientemente anexionadas, algunos antiguos aliados franceses, y cuya lealtad no estaba del todo clara.
Napoleón tampoco las tenía todas consigo respecto a sus tropas. Una buena parte eran el ejército que Luis XVIII se había dejado tirado por el suelo durante su huída, muchos eran bisoños adiestrados a toda prisa, y había tenido que recurrir a todo tipo de triquiñuelas legales para llenar las filas. Como volver a llamar a los conscriptos sorteados en 1814 y que no habían tenido tiempo de llegar al cuartel antes de su derrota. Imaginaos la carta, “Mesié, l´Empereur se complace en informarle de que aún le debe usted una mili, preséntese en, etc, etc…”.
Esto no era especialmente grave, incluso a pesar de que muchos de los reemplazos habían tenido que ser traídos a punta de bayoneta, porque sus ejércitos en el pasado siempre habían estado formados por muchos bisoños entrenados sobre la marcha, –normal al ritmo al que se había acostumbrado a gastar ejércitos el muchacho–, pero su genio y el sistema francés se encargaban de hacer que la cosa funcionase y aunque el genio seguía ahí, el sistema era, en buena medida, un eufemismo por sus mariscales.
La alta proporción de bisoños la tenía asumida en sus cálculos, y para cuando necesitase veteranos tenía a sus chicos, la Guardia, de la que para Waterloo contaba con un Cuerpo completo. Wellington tenía sus propios veteranos, la KGL alemana y sus propios Guardias, así que las cosas estaban bastante igualadas, pero, naturalmente hay muchos Guardias, pero no todos son Vielle Garde.
Cuando aparecían aquellos tipos saliendo de entre el humo de la pólvora, con más mili todos que la cuadriga de Automedonte, con sus mostachones de pirata berberisco, los gorros de piel de oso, los aretes y toda la parafernalia, con el mapa de Europa tatuado en la jeta, más te valía que estuviese sonando In the Navy, porque si no había muchas papeletas de que a alguien estuviesen a punto de empujarle la mierda, en el sentido militar de la expresión, y no iba a ser sexo consentido.
Wellington, en cambio, un tipo tan estirado, arrogante y tory que si no fuera porque ganaba probablemente no lo hubiesen aguantado –y aún estos en pequeñas dosis–, más que los más estirados, arrogantes y tories de entre los ingleses, (a Monty le pasaba un poco parecido), era el típico tío que cuando juega a Mount & Blade se memoriza las estats de todas la unidades, sus características especiales y te sabe calcular de memoria los efectos de los modificadores por terreno.


Wellington, calculándole las estats a un cuadro de infantería inglesa.
(Cuadro Wellington at Waterloo por Robert A. Hillingford).

Durante mucho tiempo no entendí esa cita suya de que la batalla de Waterloo se ganó en los campos de juego de Eton. Especialmente porque Wellington, que siempre fue bastante antisocial, era conocido en Eton por pasar olímpicamente de los deportes. El error está en suponer que la cita se refiere, como dice Chesterton, a los campos de cricket, cuando más probablemente se refiere a otro deporte completamente diferente, y exclusivo de Eton, que se juega allí, el Juego del Muro.
Como deporte deja bastante que desear, –no debe haber deporte que ofrezca menos al espectador según un entendido–, y debe ser verdad ya que lo normal, desde 1909, es que los partidos acaben en empate a cero. Consiste, esencialmente, en una larga melée en la que dos equipos forman piñas que se empujan mutuamente, y a una pelota, a lo largo de un tramo de terreno embarrado junto a un muro.
Y eso es exactamente lo que Wellington hizo en el Mont St. Jean. Encontró un buen terreno y se dedicó a disponer sus tropas aprovechando cada pliegue. Imaginároslo, e imaginároslo a pie de obra porque estuvo presente en todas y cada una de las crisis de la batalla, calculando las estats de los suyos y de los de azul y como sacarle cada percentil a cada grado de desnivel, a cada centímetro de altura del cereal en los campos, a cada ladrillo de Hougomont.
Su mejor aportación al debate estratégico había sido ponerse de acuerdo con Blücher en ir todos a una, despacito y con buena letra, pero aquel día lo tuvo clarinete, de que iba la película. Morder la bala y enzarzarse en una melée sacando partido de cada adoquín del muro para hacer pie y fuerza y abrazarse al terreno y al contrario y rezar para que venga la noche o venga Blücher.


La última batalla
Aplastar con autoridad a un ejército inglés en aquel preciso momento hubiese podido venirle muy bien a Napo. El comercio inglés había sufrido bastante a manos de los corsarios yanquis durante la guerra de 1812, la gente en Londres estaba tan cansada de la guerra como en París, así que a lo mejor sonaba la flauta y conseguía una paz potable. Después de todo aquello no era más que una obsesión inglesa, de los tories ingleses para ser más exactos, y Tayllerand, –esa rata traidora–, ya había demostrado en Viena lo fácil que era poner de manifiesto, para provecho de Francia, las contradicciones entre los aliados.
Pero su propio sistema, a su vez, estaba al borde del agotamiento, –los malabarismos que había tenido que hacer para pagar y equipar el ejército que iba a dilapidar en Waterloo son buena prueba–, y por agotamiento ya lo habían derrotado una vez en 1814. Y a eso iban, precisamente, los aliados. Sus ejércitos se concentraban sobre cada kilómetro de frontera mientras él, con el país al borde de la guerra civil a su espalda, ni siquiera podía decretar una leva en masa para igualar los números que se le venían encima.
Así que sus perspectivas para el verano eran luchar una serie de batallas defensivas contra ejércitos que serían cada día más numerosos, o tratar de coger por separado a sus enemigos, –lo que consiguió aquel junio–, y destruirlos por turno, –cosa que no pudo conseguir por culpa de mariscales catetos, mala suerte y su propia inactividad durante unas horas críticas–, antes de que pudiesen concentrarse y actuar concertadamente.
En realidad Napoleón había vivido toda su vida a una cagada gorda del desastre, así que es probable que no estuviese especialmente nervioso aquella mañana, pero antes incluso de que se supiese a ciencia cierta si aquello a lo que se encaminaban aquella madrugada del 18 por caminos que las tormentas de la víspera habían embarrado era o no una de las gordas, los más avispados en ambos bandos ya podían decir que, cuando llegase la batalla, si no era la última sería la penúltima. Antepenúltima a lo más.
Pero, naturalmente, para muchos de ellos, incluso de los avispados, sería la última por la sencilla razón de que no volvieron.
Cuando a la madrugada siguiente Wellington se paseaba por entre los despojos del campo y dijo aquello tan sentido de que no hay nada peor que una batalla perdida excepto una batalla ganada desde luego le salió del alma, y no necesariamente por las decenas de miles de soldados muertos y moribundos que le rodeaban, –es probable que, como buen aristócrata inglés, y gran jinete, las decenas de miles de caballos que también le rodeaban dando sus últimos estertores le provocasen más compasión–, sino porque en aquel campo habían quedado muchos de sus colegas.
Picton, su fontanero más efectivo, muerto. De Lancey, su jefe de estado mayor, muriéndose, lo mismo que Gordon, su asistente desde los días de España. Uxbridge, su jefe de caballería, había visto salir volando su pierna a pocos metros de él, (lo que seguramente le pareció muy bien a Wellington ya que el tipo le había puesto los cuernos a su hermano). Cooke, con lo difícil que es encontrar buenos jefes de división hoy día, no volvería a poder hacerse el nudo de la corbata sin ayuda...
En comparación a los 30 y pico mil hombres que Napoleón se dejó en el campo, Wellington se había ido relativamente de rositas, con 15-17 mil bajas, pero a causa de su manía de estar presente en todas las crisis de la batalla sin perderse una, de las varias decenas de generales, oficiales, edecanes y ordenanzas que le habían acompañado esa mañana observando el despliegue enemigo ya sólo quedaban, ilesos, él y un oficial, no sardo como incorrectamente lo recordaron después, sino español. Álava, que no hablaba inglés, y de todos modos ya tenía un pie en el destierro.


"La Garde meurt et ne se rende pas"
(Oleo de P. Alex Protais).

Así que sí, había ganado la mayor batalla de su vida, de su generación, la fama eterna. Pero esparcidos –algunos literalmente–, por aquel campo, o, lo que quizás era peor, por los hospitales más o menos improvisados de la zona, –esa noche tuvo que dormir en el suelo porque Gordon se estaba muriendo en su cama–, estaban la mayoría de sus colegas y amiguetes. Los que habían hecho con él la guerra de España, y le entendían y con los que podría haberse juntado cada año en el día de San Leoncio a beber y contar batallitas y chistes de españoles.
Convertido en una leyenda viva, comandante de un Ejército que se iba fosilizando y hombre fuerte de un régimen tan tory, arrogante y estirado como él, probablemente sintió envidia más de una vez de sus compañeros de armas muertos en Waterloo, auténticos soldados que tuvieron la decencia de no sobrevivir a la última gran batalla de la última gran guerra.
Puede que pensase, –quizás cuando los radicales le rompían a pedradas las ventanas por introducir la igualdad para los católicos, por ejemplo–, que él tampoco hubiese quedado mal en un cuadro, palmando como Wolfe, en el justo momento en que todo encaja. No podrán decir que él no puso todo de su parte.
Si lo pensó, tampoco volvería a tener oportunidad de ponerlo en práctica. No volvería a haber una gran batalla en Europa hasta dentro de otros 40 años, y no habría ingleses en una hasta dentro de cien, para cuando la mayoría de sus compinches de Bussaco y Arapailes ya no serían más que gente de esa que da nombre a calles y plazas. De todos modos, ni ellos, ni él, las hubiesen entendido.
En cuatro años entraría en servicio el primer fusil a percusión, y en 20 sería común en todo el continente. Para cuando llegase Solferino ya no se podría manejar un ejército sin un telégrafo y un ferrocarril. La lata de conserva, la bala minié, la artillería de retrocarga, el fuego rápido, el zapapico, los corresponsales de guerra, el alambre de espino, la iperita...
Nada que ver con aquello.





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Imagen de cabeza: Fragmento de Quatre Bras, de Lady Elizabeth Buttler.
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Comentarios libremente inspirados en:

Schom, Alan (1993): One Hundred Days. Napoleon's Road to Waterloo. (Oxford: Oxford University Press).
Summerville, Christopher (2007): Who was who at Waterloo. A biography of the battle. (Harlow: Pearson Education Ltd.).



2 comentarios:

  1. La verdad es que falta hablar un poco del factor prusiano, y alemán en general. Qué menos que un párrafo a la KGL (no igualables a los angloguardias, eran bastante más duros), gente muy curiosa. Venga, que ahora Hofschroer está de oferta :-)

    -"en realidad el último gran movimiento estratégico ofensivo de sentido y cierta brillantez de un ejército francés hasta la fecha"

    Mais non, a mí me gustan la concentración y los primeros movimientos ferroviario-navales en Italia, 1859. Luego sí, las batallas posteriores fueron como fueron. Y el plan XVII no me digas que no tenía estilo.

    - Todos sus mariscales habían desertado y le habían dejado en la estacada el año anterior, y no todos habían desertado de vuelta con su regreso. Y los que le habían tocado no eran precisamente los más brillantes

    Muchos de los brillantes habían muerto ya, pero sí tuvo algunos: decidió emplearles en tareas más de EM y organización - Davout y Soult. Suchet estaba en el este, que era el siguiente nivel del juego, donde ya aparecía el verdadero gran monstruo: los austro-rusos.

    - Sobre las conservas, mírate las fechas de http://fr.wikipedia.org/wiki/Nicolas_Appert

    Y un verdadero acierto lo de Wellington como calculista y aprendedor de tablas, literalmente era así. Sacaba provecho de los 1% y eso los soldados lo sabían y lo agradecían.

    Saludos

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